+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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13 de junio de 2015

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]ste año, en el llamado “tiempo ordinario”, tenemos como guía el evangelio de Marcos. Lo iremos siguiendo fragmento tras fragmento. Pero ¿qué motivó que hacia el año setenta, cuando habían muerto ya la mayoría de los apóstoles, apareciera esta catequesis de Marcos? 

En primer lugar, Jesús había proclamado la venida del Reino, pero ¿qué acontecía? A la vez que había suscitado el interés de la gente, había despertado la hostilidad de los dirigentes del pueblo. Había cosechado algunas adhesiones, pero incluso a los “los Doce”, a quienes había elegido cuidadosamente, se les tambaleaba con frecuencia la fe.

En segundo lugar, parece también claro que la crisis no era menos fuerte por los años 70, cuando Marcos escribe su evangelio. Los cristianos de Roma andaban descorazonados. La predicación de Pedro y de Pablo fue muy importante, pero ambos apóstoles habían sido martirizados en las persecuciones, que, ahora, volvían a arreciar. No es de extrañar que aquellos cristianos tuvieran la sensación de ser un grupo minoritario y sin futuro. El Reino anunciado por Jesús no parecía aflorar por ninguna parte.

La cosa no era nueva. En la primera lectura de hoy escuchamos cómo, en tiempos del profeta Ezequiel, casi seiscientos años antes de Cristo, el pueblo elegido había sido deportado a Babilona y sometido a esclavitud. Las promesas de Dios parecían no llegar. Era explicable que el pueblo entrara en crisis, y que se resintieran los pilares de la confianza en Dios.

¡Siempre presente la crisis! ¡Cuántas conocemos hoy!: Crisis de valores, de la política, de la economía, del desempleo…También sabe de crisis nuestra Iglesia. Después de dos mil años, hay muchos que no son cristianos. Quisiéramos que la Iglesia funcionase mejor, pero no siempre son así las cosas. Por eso, también a nosotros nos rondan con frecuencia el pesimismo, la desilusión y el desaliento.

En medio del destierro del pueblo de Israel, se levanta Ezequiel hablando de un Dios que se comportará como el agricultor que arranca una ramita de un cedro y la planta sobre el monte más alto. La rama se convertirá en un noble cedro en el que anidarán, al abrigo de sus ramas, toda clase de aves. Entre tanto Israel deberá aguardar la liberación.

Jesús se manifestó como Mesías, pero con un mesianismo que no respondía a las expectativas populares. No vino en poder, sino en debilidad, con la única fuerza de su palabra y de su amor. Su Reino no se parecería en nada a los reinos de este mundo. Incluso entre algunos de sus discípulos cundió, como hemos dicho, la desilusión. En este contexto, para ayudar a superar la crisis, cuenta Jesús las parábolas a las que Marcos recurre para iluminar ahora a unas comunidades que pasaban una situación semejante a la que motivó que Jesús las contara. El mesianismo realizado en debilidad y cruz es clave fundamental en el evangelio de Marcos.

La primera presenta a Dios como un agricultor que esparce la semilla en su campo. “Sin que el sembrador sepa cómo, ya vele o ya duerma, la semilla germina y va creciendo; primero unos tallitos verdes, luego la espiga, después el grano. Y cuando el grano está a punto se mete la hoz porque ha llegado la siega”. Era como decir: “¡Siembra, lanza la semilla! Dios actúa en secreto. Deja morir la semilla, pero no desesperes. ¡Siembra! El universo no camina a la muerte, sino al gozo de la recolección”. Lo fundamental lo realizará el Señor.

La segunda comienza por unos interrogantes. “¿Con qué podemos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Los interrogantes parecen manifestar la dificultad para explicar la realidad misteriosa del Reino.

Jesús compara el Reino a un grano de mostaza: “al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después crece, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden anidar a su sombra”. Jesús pone el acento en la desproporción entre el comienzo y el final. Respondía así a las tergiversaciones y críticas de sus contemporáneos. Frente a las expectativas judías, que esperaban un Mesías triunfal, el ministerio de Jesús parecía bien insignificante…

            Se me ocurren así, a bote pronto, algunas conclusiones:

            *Que el papel de quienes gozamos poniendo rúbrica a todos los éxitos o atribuyéndonos la paternidad de todo lo que funciona, es bastante modesto.                             *Que los frutos de nuestra labor no suelen ser inmediatos, sino a largo plazo. A todos nos gusta “llegar y besar”, pero lo más frecuente es que uno sea el que siembra y otro el que siega.

            ¡Padres, educadores, catequistas….no nos cansemos de sembrar, aunque tarde en verse el fruto!