+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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23 de abril de 2011

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Los cristianos no vivimos de un recuerdo, sino de una presencia. En la Vigilia Pascual escuchamos un anuncio conmovedor: ¡Jesús, el crucificado, ha resucitado!

A lo largo de los domingos de Cuaresma -encuentro con la samaritana, curación del ciego de nacimiento, la vuelta a la vida de Lázaro- Jesús se nos ha ido ofreciendo respectivamente como el agua para nuestra sed, la luz para nuestras cegueras, resurrección y vida para nuestras muertes. Eran los signos – luz, agua, vida- que recobran toda su frescura en la Vigilia Pascual.

En la pasión y en la muerte de Jesús hemos contemplado hasta donde llega el amor de Dios. En Jesús, Dios se ha manifestado como compasión y misericordia haciendo suya la pasión de todos los crucificados de la historia.

Ahora, Dios Padre resucitando a Jesús pone el sello de la autenticidad sobre su persona y su enseñanza. Su mensaje queda legitimado, su verdad garantizada, su misión confirmada.

Las mujeres, Maria Magdalena y la otra María, tienen un protagonismo singular. Pasado el sábado, muy temprano, antes de salir el sol, van al sepulcro. El amor siempre madruga. Son las primeras en descubrir que el crucificado ha resucitado. La Iglesia primitiva ha señalado que mientras los hombres expresamente elegidos por Jesús le abandonan, reniegan de él o le traicionan, las mujeres han hecho la travesía de la pasión sin ausentarse, incluso han estado al pie de la cruz en la hora suprema. Ellas van a ser enviadas como apóstoles de los Apóstoles, primeras anunciadoras de la resurrección.

Mateo, intentando describir lo indescriptible, echa mano de todas las imágenes clásicas con que en el Biblia se anuncia el Día del Señor: de el Ángel de Yahveh, de el seísmo, del resplandor, de los vestidos blancos… El hecho es histórico, ha dejado marcas bien concretas: el sepulcro vacío, la piedra movida, el cambio que se opera en los discípulos. Pero es un hecho transhistórico, divino. La presencia del ángel muestra que la resurrección no pertenece al orden de los fenómenos visibles e imaginables.

En ese contexto de perplejidad e incertidumbre resuena el mensaje que viene de lo alto: “¡No temáis! Buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí; ha resucitado, como había dicho. Id a decir a sus discípulos: Ha resucitado de entre los muertos; va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis”.

En el relato evangélico se recogen las tres palabras clave de la experiencia pascual de ayer y de hoy: “Ha resucitado. No temáis. Id a anunciarlo”.

“¡Ha resucitado!”. Resucitar no es volver a la vida caduca, limitada por el espacio y el tiempo, propia de la existencia terrestre. Resucitar es pasar de este mundo a la plenitud del Padre. Tenemos que acostumbrarnos a una nueva forma de presencia del Resucitado, sólo perceptible ya con los ojos de la fe, hasta que veamos a Dios cara a cara. Hemos de encontrarle en su palabra, en los sacramentos, en los acontecimientos de nuestra vida, que, leídos a la luz de la palabra, se tornan en señales luminosas.

“¡No temáis!”. El mensaje de la resurrección nos transmite una inquebrantable confianza en Dios Padre, ilumina el sentido de la vida y de la muerte, neutraliza nuestros miedos, vence nuestros pesimismos. Dios es fiel a sus promesas, no defraudará a quien confía en Él, es capaz de dar vida a lo muerto. En la soledad y en el aparente abandono de la cruz Dios no estaba ausente, sino que estaba reconciliando al mundo consigo. Hay esperanza para el hombre, para todos los hombres, para todos los que murieron víctimas de la injusticia sin ser rehabilitados. La resurrección de Cristo es la suprema y más eficaz protesta contra el mal, la injusticia y la muerte que ya no tendrán la última palabra. Cristo el mártir por excelencia es el resucitado por excelencia. La causa de Dios es la causa del hombre.

A nosotros, asustados por la crisis y la deriva ética de nuestra sociedad occidental, la Resurrección de Cristo nos infunde la confianza de que el bien, aparentemente tan débil e inerme, es más fuerte que el mal. Necesitamos los creyentes de este oxígeno vivificador. Esta certeza infundió la fortaleza a los mártires.

“¡Id a anunciarlo!”. Frente al miedo que encoge y paraliza, la resurrección dilata nuestra capacidad de acción y testimonio. Que esta certeza haga estallar en nosotros los moldes viejos en los que la insensibilidad, la rutina o una identidad cristiana difuminada han ido dejando las huellas de sus pasos.

Cuando vuelven temblando y llenas de alegría para llevar la noticia a los apóstoles, Jesús viene a su encuentro con un saludo familiar: “Alegraos”. Ellas se postran en un gesto de adoración. Jesús les repite las mismas palabras del ángel con un ligero cambio: habla de los discípulos como “mis hermanos”. A pesar de sus abandonos y defecciones les regala afectuosamente la dignidad de hermano. Ellosserán luego los testigos cualificados para las comunidades. La experiencia de la resurrección es siempre una experiencia eclesial.