+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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30 de marzo de 2013
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]C[/fusion_dropcap]uando os llegue esta carta habrá pasado ya el Sábado Santo, el día del gran silencio de Dios en que los discípulos de Jesús, tras la crucifixión, tuvieron que apurar hasta el fondo el cáliz del fracaso. Su desolación me sugiere la inquietud de tantos creyentes de hoy, sumidos, ante el aparente ocaso de Dios, como en un largo sábado santo. Es el sábado santo de la historia, en que la memoria del pasado se debilita, el presente, fragmentado, resulta desconcertante, y el futuro, tan incierto, parece engendrar más temor que esperanza, más oscuridad que luz. Muchos llegan a preguntarse con angustia: ¿A dónde vamos?; ¿hay un futuro para el hombre, para mi familia, para el cristianismo, para esta Iglesia que amamos? Pensemos, por ejemplo, en quienes llegan a desesperar de encontrar un trabajo digno.
Nuestras preguntas han buscado complicidad y consuelo en la soledad de María. Y cómo nos ha confortado descubrir que, más allá de sus lágrimas, Ella, la Virgen fiel, sumida en su noche oscura, velaba en una espera contra toda esperanza, anclada su confianza en las promesas de Dios. “Te llamé en la angustia mía, / Virgen de la soledad, / y me diste compañía”, reza la copla popular.
Ayer, al filo de la medianoche, tal vez nos llegaba desde alguna iglesia vecina, el eco madrugador de las campanas de pascua. ¿Escuchábamos su mensaje? Con su repique jubiloso proclamaban la mejor buena nueva: ¡El crucificado ha resucitado, sus llagas resplandecen como rayos de sol! ¡Dios es fiel a sus promesas!
El que descendió hasta los infiernos del pecado y de la muerte, surge triunfante, y nos levanta con Él. Él es la primicia. El sepulcro vacío de Jesús anuncia que, un día, todos los sepulcros quedarán vacíos. Y los hospitales, y las cárceles, y los campos de concentración… Ni el dolor, ni la injusticia, ni la muerte tendrán ya nunca la última palabra, sino el amor, la vida: “el que estaba muerto y ahora vive”. Hay un futuro para el hombre, para todos los hombres, también para los crucificados a los que la historia nunca hizo justicia.
La noticia, que en la mañana de Pascua empezó a correr de boca en boca y a pasar de corazón a corazón, manifiesta toda su fuerza y frescura en la liturgia de la Vigilia Pascual. Había, por eso, un estallido de luz -¡luz de Cristo!– en todas las iglesias; resonaba como grito de victoria el canto del aleluya; y la fuente bautismal, fecundada por la fuerza del Resucitado, se convertía en fuente de vida nueva.
“Dios como un almendro con la flor despierta.”. Y nosotros renovamos, felices, las promesas bautismales en la pascua florida, dispuestos a andar en una vida nueva, con ojos nuevos, nuevos el corazón y la esperanza: “Sabemos que hemos pasado ya de la muerte a la vida en que amamos a los hermanos”.
El gran signo de resurrección que daban los cristianos de la primera hora era ver cómo compartían la fe, los bienes y la vida: “Nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía… Entre ellos no había necesitados” (cf.Hch.4, 32. 34).
En los relatos de la resurrección despuntan, como flor de almendro, tres gritos que desencadenan una cascada de luz. El primero hace que estalle la alegría y rebrote la esperanza: ¡Ha resucitado! El segundo quita el miedo que encoje y paraliza, trasmite una inquebrantable confianza en Dios, porque toda amenaza de muerte se convierten amenaza de resurrección: ¡No temáis!El tercero dilata nuestra capacidad de acción y testimonio: ¡Id a anunciarlo!
Alegrémonos con la alegría que se nos regala en la Pascua. Compartámosla con los demás. Saboreemos los himnos pascuales: «¡Alegría!, ¡alegría!, ¡alegría!/ La muerte, en huida, ya va malherida. / Los sepulcros se quedan desiertos / Decid a los muertos: ¡Renace la vida, / y la muerte ya va de vencida!».
¡Feliz Pascua de Resurrección!