+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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23 de marzo de 2013

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]C[/fusion_dropcap]omienza la Semana Santa con revuelo de fiesta. La buena gente agita palmas y ramos de olivo, grita hosannas y vítores. El pueblo sencillo ve cumplidas las viejas profecías referentes al rey pacífico y humilde: “¡Alégrate, Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y triunfador, pobre y montado en un borrico.… Romperá el arco guerrero y proclamará la paz a los pueblos” (Zac.9, 9-10).

La liturgia con suavidad y realismo nos avisa del drama que, ya dentro de la Misa, proclama la lectura de la Pasión: “Ibas, cómo va el sol, / a un ocaso de gloria; / ya cantaban tu muerte/ al cantar tu victoria”. Así comienza la Semana Santa, en que celebramos los grandes misterios de nuestra fe: la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

La Semana Santa es como un curso básico de cristianismo, que, luego, hay que ir retomando día tras día, hasta que llegue nuestra hora nona y podamos escuchar como el buen ladrón: “hoy estarás conmigo en el paraíso”.

Pero para que esto suceda hay que afrontar el escándalo de la cruz, resistir al choque del horror y del amor. No podemos bajar los ojos; hay que tener la humildad y el coraje de fijar la mirada en el crucificado, quedarse en silencio ante el Ecce Homo, para descubrir en ese rostro tumefacto y sangrante, que se asoma al balcón de la historia, la medida del amor más grande. Cuántas veces lo hemos encontrado malherido en el camino que baja de Jerusalén a Jericó, en los senderos inseguros del dolor o en los callejones sin salida de la desesperación…y hemos tenido miedo de acercarnos a Él. En un escrito anónimo del siglo II se lee: “Debemos vigilar, hermanos, porque Él está en prisión por nosotros también en este momento; está en la tumba, está esposado, en la cárcel, entre ofensas y bajo proceso, porque en todos los que sufren sufre Él”.

“Ecce homo”. He aquí al hombre en toda su debilidad y abatimiento. Cómo nos conforta sentirle vulnerable, saber que ha tocado los abismos más profundos del sufrimiento humano, ver en su carne y en su espíritu la figura de los hombres derrotados por la dureza de la vida, por el peso de la injusticia o el abandono, saber que ha sido solidario de la condición humana hasta el fondo, por amor.

“Ecce Homo”, pero también “Ecce Deus”. Porque ahí está Dios retratado de cuerpo entero, como aquel que no utiliza su fuerza y su poder para salvarnos, sino sólo su amor y desde abajo, porque sólo desde abajo, com-partiendo y com-padeciendo, se revela el amor. Pero su muerte nos vivifica, su debilidad nos fortalece, su sometimiento nos libera, su abandono nos acompaña, su hundimiento nos levanta, su fracaso nos da la victoria. Un centurión romano, experto en condenas a muerte, al verlo expirar, reconoció su condición divina: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”. 

Este es nuestro Rey, pero sin armas, sin trono, sin cetro ni corona. Un rey desnudo, que ha elegido ponerse de parte de los perdedores y de los derrotados: de nuestra parte

San Pablo, antes de encontrarlo en el camino de Damasco, lo consideraba un maldito, porque esa era la sentencia de la santa Torah: “maldito el que cuelga del madero”. Luego resumirá su experiencia en unas pocas palabras verdaderas: “me amo y se entregó por mí”.

Jesús desde el aparentemente abandonado de Dios (“Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”) se abandonó en las manos de Dios Padre (“Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”). Ésta es fe de buena ley, la fe capaz de hacer saltar las piedras de todos los sepulcros. El Padre no lo abandonó al poder de la muerte. 

¡Buena y fructuosa Semana Santa!