+ Mons. D. Ángel Fernández Collado
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18 de abril de 2020
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]C[/fusion_dropcap]elebramos la liturgia del Segundo Domingo de Pascua, en la Octava de la Pascua de Resurrección. Celebramos a Cristo resucitado, vencedor de la muerte y del pecado; su victoria es nuestra victoria. Jesús no resucitó sólo pare Él, sino también para todos y cada uno de nosotros; su resurrección transforma nuestra vida. Su resurrección nos trae el amor, la alegría, la paz y, ante todo, fundamenta nuestra fe. “Si con El vivimos, reinaremos con Él”, nos recuerda San Pablo; y Jesús mismo nos dirá: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”.
Jesús vuelve a los suyos y se hace presente en sus vidas. La experiencia de ver y estar con Cristo resucitado transforma la vida de los apóstoles. Se acabaron los miedos y las cobardías. Ahora son ya hombres nuevos, llenos de la fuerza del Espíritu Santo y anuncian con gozo y valentía la buena noticia del Evangelio.
Los que nos consideramos creyentes vivimos, a menudo, como los discípulos de que habla el Evangelio de hoy antes de ver y tener experiencia de encontrarse y estar con Cristo resucitado. Así nos lo relatan los Hechos de los Apóstoles: “al anochecer, los discípulos estaban reunidos en una casa con las puertas y ventanas cerradas, llenos de miedo, temerosos de las autoridades” del pueblo. Estas circunstancias eran para los discípulos, y pueden ser también para nosotros, síntomas de que no hemos visto realmente ni experimentado a Cristo resucitado en nuestra vida. Vivimos como replegados, temerosos de identificarnos como cristianos, sin dar testimonio en nuestras realidades de la vida ordinaria; seguimos aferrados al pasado como expresión de que no se ha producido una verdadera resurrección en nosotros.
La primera lectura deja muy claro que la Comunidad cristiana, la Iglesia, se constituye en torno a Jesús, vivo, presente, crucificado y resucitado.
Una de las pruebas más evidentes de la resurrección de Jesucristo, además de la transformación de las personas es el florecimiento y la expansión de la comunidad cristiana. Surgen comunidades que sorprenden por su vitalidad y por la fuerza de su unión. Son verdaderos milagros morales porque su estilo de vida no se explica humanamente. Así lo expresa el libro de los Hechos de los Apóstoles: “perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la vida en común, en la fracción del pan, y en las oraciones. Los creyentes vivían todos unidos, lo tenían todo en común, vendían posesiones y bienes, y lo repartían entre todos, según la necesidad de cada uno. Acudían a diario al templo con un mismo espíritu; partían el pan por las casas; alababan a Dios y eran bien vistos por el pueblo”.
El Evangelio nos muestra cómo Jesús, de forma inmediata y repetidamente, se hace presente entre los apóstoles y les hace ver y experimentar que está vivo, que ha resucitado. Jesús ofrece a sus discípulos, como un regalo, los dones de la paz, la alegría, el perdón y la fortaleza, que son frutos del Espíritu Santo. El cambio que se produce en ellos no se explica por mecanismos humanos. La fuerza del Espíritu Santo actúa en ellos. Al final les ofrece la prueba de sus llagas en las manos y los pies y la herida de la lanza en su costado, por las que se puede llegar al mismo corazón de Cristo resucitado.
Los discípulos se encontraban desconcertados y temerosos, pero reunidos, haciendo fraternidad. Era algo de lo que habían aprendido de Jesús: vivir en comunidad, en unidad y amistad.
Entró Jesús y se puso en medio de ellos; en medio de la habitación y de sus corazones. Cristo entra en la hondura del ser humano dándole más hondura e identidad. Él está en el centro de nuestras vidas. Comparte todo desde dentro y sana y salva desde dentro.
La fe en Cristo resucitado transforma radicalmente la vida de las personas. Recordamos sus palabras: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”; “Padre, que todos sean uno”. Y las palabras de San Pablo: “Ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí”.
Solamente la fe en Cristo resucitado, la experiencia personal de encuentros con Él desde la fe, transforma la vida de las personas.
¿Cuáles son los signos perceptibles de su presencia vivificadora:
A través de la incredulidad de Tomás, Jesús nos ofrece también los estigmas o señales de su pasión: las heridas de los clavos y la de la lanza en su costado. Tomás representa a todos los que dudan, a los que les cuesta creer en Jesucristo al contemplar las heridas corporales de los que sufren en esta vida.
Jesús deja constancia de que es realmente él mismo, de que en su cuerpo estaban las señales de las heridas, sus llagas, y de que estaba vivo y resucitado.
Con Tomás, acerquémonos a su pasión y resurrección, y manifestemos nuestra fe en Jesucristo, diciendo: “Señor mío y Dios mío”, pues en la fe se nos comunica la vida de Jesucristo resucitado.