+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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3 de abril de 2010
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]J[/fusion_dropcap]esús había despertado expectativas, pero acabó en el fracaso más rotundo. ¿Pero, qué pasó en la madrugada del día siguiente al sábado para que aquel grupo proletario de discípulos que le seguía, y que quedaron hundidos tras el trauma del Viernes Santo, perdieran tan pronto el miedo y, llenos de fortaleza, desarrollaran una fuerza tan irradiante que ha llegado hasta nosotros? ¿Lo explicaría todo una ilusión colectiva o intereses personales inconfesados? No es eso lo que manifiestan los evangelios, escritos ciertamente bajo la frescura de la experiencia misma de los testigos.
El viernes, las mujeres no habían podido ungir el cadáver, según la costumbre judía, porque se les echó encima el rígido descanso sabático que se iniciaba en la víspera. Cuando el domingo madrugan para ir al sepulcro, no van pensando en la resurrección, sino en si encontrarían alguien que les ayudara a descorrer la piedra colocada a la entrada del sepulcro. Y cuando ven la piedra corrida y la tumba vacía lo primero que piensan es que alguien habría robado el cuerpo: “Señor, si usted se lo ha llevado, dígame dónde lo ha puesto y yo lo tomaré”, dice María Magdalena al que supone el hortelano. Y, después de mostrárseles Jesús y de correr a anunciarlo a los discípulos, éstos no les dieron demasiado crédito, pensando tal vez, machistas ellos, en delirios femeninos: “Algunas mujeres fueron al sepulcro muy de mañana y volvieron hablando de apariciones, pero lo cierto es que fueron algunos de los nuestros y a Él no lo vieron”, comentaban cariacontecidos los dos que se marchaban a Emaús. Pero uno tras otro fueron rindiéndose a la evidencia. Hasta Tomás el Mellizo, que se negaba a creer si no metía sus dedos en la llaga abierta en el costado de Jesús. Y uno tras otro acabaron rubricando con su propia sangre su propio testimonio: que el Crucificado había resucitado.
La resurrección nos revela a un Dios capaz de poner vida donde los hombres siembran muerte. Dios aparece como reconciliador. Mientras Jesús moría Dios estaba reconciliando al mundo consigo, dirá Pablo. Aparece Dios como futuro de todo hombre que ama. “Amar –dirá Juan- es estar pasando ya de la muerte a la vida”. Dios aparece como la más radical protesta contra el mal y la injusticia, que ya no tendrán la última palabra.
Creer en el resucitado es creer que hay un futuro para el hombre. Él es la primicia. Ya ha empezado el Tercer Día que los judíos esperaban para los últimos tiempos. Por eso, los cristianos procedentes del judaísmo esperaban que la parusía podría ocurrir ya en cualquier momento y su oración era: “Ven, Señor Jesús”.
La resurrección es el sorprendente descubrimiento de que es posible el Hombre Nuevo. El poder del mal ha perdido su fuerza última y ningún tirano puede amenazar ya de manera absoluta. Se desvela el sentido de la Historia. No corremos hacia el caos. Al vidente del Apocalipsis, que llora porque no hay quien abra el Libro que esconde el sentido de la vida y de la Historia, se le dice que no llore: “Ha vencido el cordero degollado, Él puede abrir el libro”. El es la cifra que descifra; “el Alfa y la Omega, el primero y el último, el que estuvo muerto y ahora vive por los siglos de los siglos y tiene las llaves de la muerte y del abismo”.
La resurrección ha sido y sigue siendo una de las afirmaciones cristianas más controvertidas. Pero en ella se juega el sentido del futuro del hombre. También la justicia y la libertad en su sentido más pleno, porque a los muertos injustamente no se les hace justicia con ceremonias póstumas. O hay victoria sobre la muerte o no hay victoria sobre la injusticia. Como deploraba amargamente Horkheimer, el verdugo prevalece definitivamente sobre la víctima al ser homologada la suerte de ambos por la fosa común que indistintamente los acoge. Una justicia parcial es una injusticia total.
¿Será verdad que sólo podemos aspirar a “una liberación sin salvación” que sería “el preludio de la experiencia integral del vacío?” (Cioran). No hay prueba empírica, ni demostración científica, ni argumento filosófico del que se deduzca con certeza que la vida personal o colectiva vaya a desembocar en un final de plenitud y gloria. Sólo hay un mensaje que se atreve a llamar verdad a la ilusión, y lo hace porque lleva la luz de una promesa, que es testimonio seguro de esperanza para la creación entera: la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. El mártir por antonomasia, el inocente inicuamente ajusticiado, es el resucitado por antonomasia. La resurrección de Cristo evidencia que la causa de Dios es la causa del hombre.
¡Feliz Pascua de Resurrección!