+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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31 de marzo de 2018
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“[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]P[/fusion_dropcap]asado el sábado, María Magdalena, María la madre de Santiago, y Salomé madrugan para ir al sepulcro”. El amor siempre madruga. Las tres mujeres son las mismas que habían acompañado a Jesús y a su Madre hasta el Gólgota. Van solas. Llevan los perfumes con que era costumbre ungir a los difuntos. Sólo buscan cumplir un último deber de amor a un ser querido: el deber que no habían podido cumplir la tarde de la muerte de Jesús porque se echaba encima el rígido descanso sabático de los judíos, que empezaba en la tarde del viernes.
Así me imagino la escena: Amanecer de primavera mediterránea. Hasta las tierras humildes de Palestina se visten en esta época del año de una austera hermosura. No hay flores muy vistosas, pero en las laderas apuntan algunas magarzas y jaramagos. Está saliendo el sol y se oye ya el canto de los jilgueros en la escasa arboleda. El fresco de la mañana invita a las mujeres a aligerar el paso. Llevan en el alma el dolor de una ausencia, una herida todavía sangrante. La pena compartida crea entre ellas una comunión en el silencio, sólo roto para preguntase: ¿Quién nos ayudará a correr la piedra del sepulcro?
La anterior, es una pregunta tan importante que se pronuncia, con ligeras variantes, en todos los idiomas: ¿Quién puede quitar la losa de la muerte que pesa sobre la humanidad? Porque por mucho que nos hablen desde posturas agnósticas o ateas de la aceptación serena de la finitud, la existencia sería una burla sin sentido y un fracaso rotundo si la muerte tuviera la última palabra. Lo sería, sobre todo, para los perdedores. Decía León Felipe: “Pobres son los que dicen ¿y si Dios no existiera?”. Escamotear la pregunta, endosando la supervivencia personal a la de la especie, como quiso el marxismo, no dejaría de ser una alienación, y los hombres, por muy importantes que nos creamos, no dejaríamos de ser una procesión de fantasmas hacia la nada, que así lo formulaba aquel genial cascarrabias que fue don Miguel de Unamuno.
Pero sigamos con nuestro evangelio: Nada más llegar se dan cuenta de que la piedra estaba corrida “Asomándose ven un joven, sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca”. El evangelista Marcos, más sobrio, no habla de ángeles, ni de temblores de tierra, ni de resplandores, sólo de un joven. No toma prestado el lenguaje apocalíptico corriente, sólo lo mínimo para afirmar el hecho. El color blanco es el color de la luz, de la gloria. Ya nos había dicho Marcos, cuando la transfiguración, que los vestidos de Jesús aparecían blancos, de una blancura inigualable.
“Se llenaron de miedo”, dice el evangelista. La presencia de lo divino, como sucede en todas las teofanías bíblicas, siempre es desconcertante para la razón humana, provoca el asombro, deja estupefactos a quien lo experimenta.
“No tengáis miedo. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde le pusieron. Id a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante de vosotros a Galilea: allí le veréis, como os dijo”.
“¡Id!”, no hay que permanecer junto a la tumba, ni en Jerusalén. “Id a Galilea”, vuestra tierra, la tierra de vuestra vida real. Allí fue donde resonó por vez primera la Buena Nueva, donde Jesús realizó sus primeros signos, donde empezó a reunir a la gente. Id, porque recomienza el tiempo de Galilea, la hora de reunir un nuevo pueblo alrededor de Pedro y de los demás discípulos. Es la hora de la Iglesia. El “Id” suena como una orden de marcha, como un envío misionero.
“Ellas salieron huyendo del sepulcro”. Habían venido para ungir a un muerto y parten sin haber hecho nada. “Un gran temblor se había apoderado de ellas, que estaban como fuera de sí, y no dijeron a nadie nada, porque tenían miedo”. Todo lo profundo encuentra en el silencio clima connatural.Una declaración de amor, un atardecer o la contemplación del mar no suscitan voces, sino silencio.
“Estremecimiento, temblor, estar fuera de sí” son las últimas palabras de este evangelio de Pascua. ¿Se puede expresar mejor la irrupción desconcertante del misterio de Dios en la historia de los hombres?
Hay que respetar este final del evangelio de Marcos -“las mujeres no dijeron a nadie nada”-. Es como decir que la persona de Jesús escapa a todo intento de comprensión, que es tan desconcertante que sobrepasa nuestras medidas. Todo el que intente encontrar en este relato una evidencia absoluta quedará frustrado. Como si Marcos sólo pretendiera sumergirnos en el silencio de la fe y de la adoración. Una fe y una adoración que nos abren a la alegría más alta, a la esperanza más definitiva frente al dolor, la injusticia, la muerte o el sinsentido. Silencio y adoración que nos permiten encontrar la cifra que descifra el sentido más pleno de la vida y de la muerte: “Ha resucitado”. Y no olvidemos el “Id “, que nos remite a Galilea.
“Los doce”, uno tras otro, fueron luego comprobando que Él estaba vivo. Y todos, acabarían rubricando su testimonio con la propia sangre.
¡Feliz Pascua de Resurrección!