+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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15 de marzo de 2008

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La liturgia del Domingo de Ramos se balancea entre el dolor y la alegría, como sin saber a qué carta quedarse. Comienza con un revuelo festivo de palmas y de hosannas en honor de Jesús, que entra en Jerusalén aclamado como Rey. Un Rey, eso sí, tan original que llega cabalgando a lomos de un humilde borriquillo.

A renglón seguido, la misma liturgia nos encara, sin paños calientes, con la proclamación de la Pasión, como si entre los ramos verdes de olivo se proyectara la sombra alargada de la cruz.

Lo expresa muy bien uno de los himnos litúrgicos: «Ibas, como va el sol, / a un ocaso de gloria; / ya cantaban tu muerte / al cantar tu victoria «.

Este hecho me ha sugerido siempre lo fácilmente que los hombres pasamos de las palmas a los pitos, de la exaltación al desprecio, del «no puedo vivir sin ti» al «no puedo vivir contigo». Somos como marionetas de un guiñol de ferias. Basta una campaña bien orquestada o un vulgar contratiempo para que un pasado luminoso quede sepultado bajo las sombras de cualquier nube insidiosa que asome en el horizonte. ¡Qué efímeras son nuestras fidelidades!

La escena me recuerda también «¡cuán presto se va al placer!». Porque, aunque se haya convertido en aspiración suprema de muchas personas e incluso en criterio ético de comportamiento en nuestra sociedad hedonista, el placer siempre acaba pasando. A veces hasta pasa su factura. Con ello no estoy abogando por una vida opuesta al gozo de vivir, ni al disfrute de todo lo bueno y bello que existe en este mundo como don de Dios para los hombres. Se trata sólo de una invitación a calibrar en qué ponemos el valor y el sentido de nuestra existencia, porque es evidente que, antes o después, también nosotros nos encontraremos con la sombra de la cruz en nuestra propia vida.

La entrada humildemente triunfante de Jesús en Jerusalén quiere acreditar que en él se cumplen las promesas formuladas a David y a su descendencia; que en su vida y su persona se ha hecho presente el Reino de Dios, bien distinto por cierto de los reinos de este mundo. Un Reino que pasa por el don y la entrega de sí mismo por amor, en fidelidad absoluta al proyecto de Dios.

La fidelidad de Jesús se convertirá, tras el paso por la Pasión y la Cruz, en un estallido de Luz y de Vida en la mañana de Pascua, en una felicidad que ya nadie ni nada podrá arrebatarle.

Por eso, la segunda parte del himno que citaba más arriba, prosigue así: «Pero tú eres el Rey/ el Señor, el Dios fuerte, / la Vida que renace/ del fondo de la muerte”.

La pasión y la muerte de Jesús no se reducen a una conmovedora representación plástica, aunque ésta pueda resultar una ayuda preciosa. Es un acontecimiento en que encontramos las claves decisivas del sufrimiento y del gozo, de la vida y de la muerte. Las procesiones de los próximos días nos permitirán evocar los hechos del pasado. La austeridad de las celebraciones litúrgicas los actualizará sacramentalmente, permitiéndonos beber de su caudal de gracia y salvación.

¡Feliz y fructuosa Semana Santa!