+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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16 de abril de 2011
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El domingo de Ramos marca el inicio de la Semana Santa. La liturgia de este domingo se balancea entre el dolor y la alegría. Comienza bullanguera y festiva con la procesión de Ramos y las aclamaciones a Jesús, que entra en Jerusalén aclamado como rey; un rey bien original, que llega cabalgando a lomos de un humilde borriquillo.
Pero a renglón seguido ya sabemos a qué carta quedarnos. La misma liturgia nos encara, sin paños calientes, con la proclamación dela Pasión. En la mañana primaveral, entre los hosannas y los ramos de olivo empieza aproyectarse la sombra alargada dela cruz. Lo expresa con admirable inspiración uno de los himnos litúrgicos: «Ibas, como va el sol, / a un ocaso de gloria; / ya cantaban tu muerte / al cantar tu victoria».
Los gritos de hosanna se trocarán a la vuelta de unos días en gritos de crucifícale. Es un hecho que manifiesta lo fácilmente que los hombres pasamos de las palmas a los pitos, de la exaltación al desprecio, del «no puedovivir sin ti» al «no puedo vivir contigo». Somos veletas a merced de cualquier viento. Basta una campaña bien orquestada o un vulgar contratiempo que altere nuestros planes o contradiga nuestros sentimientos para que un pasado fiel quede sepultado bajo las sombras de cualquier nube fugaz que asome en el horizonte.
Lo que le pasó a Jesús puede sugerir otras muchas reflexiones. Una de ellas puede ser la de “¡cuán presto se va al placer!”. El placer se ha convertido en la aspiración suprema de muchas personas, y hasta en criterio ético de comportamiento en nuestra sociedad hedonista, pero el placer siempre acaba pasando A veces hasta pasa su factura. Con ello no estoy abogando por una vida opuesta al gozo de vivir, ni al disfrute de todo lo bueno y bello que existe en este mundo como don de Dios para los hombres. Se trata sólo de una invitación a calibrar en qué ponemos el valor y el sentido de nuestra existencia, porque es evidente que, antes o después, también nosotros nos encontraremos con la sombra de la cruz en nuestra propia vida.
La entrada humildemente triunfante de Jesús en Jerusalén quiere acreditar que en él se cumplen las promesas formuladas a David y a su descendencia; que en su vida y su persona se ha hecho presente el Reino de Dios, bien distinto, por cierto, de los reinos de este mundo. Un Reino que pasa por el don y la entrega de sí mismo por amor, en fidelidad absoluta al proyecto de Dios.
La fidelidad de Jesús se convertirá, tras el paso por la Pasión y la Cruz, en un estallido de Luz y de Vida en la mañana de Pascua, en un gozo que ya nadie ni nada podrá arrebatarle.
Por eso, la segunda parte del himno que citaba más arriba, prosigue así: «Pero tú eres el Rey/ el Señor, el Dios fuerte, / la Vida que renace/ del fondo de la muerte«.
La pasión y la muerte de Jesús no se reducen a una conmovedora representación plástica, aunque ésta pueda resultar una ayuda preciosa. Es un acontecimiento en que encontramos las claves decisivas del sufrimiento y del gozo, de la vida y de la muerte, la revelación del amor más grande. Las bellísimas procesiones de los próximos días nos permitirán evocar de manera plástica y artística los hechos acontecidos en Jerusalén de una vez para siempre. La austeridad de las celebraciones litúrgicas los actualizarán sacramentalmente en nuestros templos, permitiéndonos beber de su caudal de gracia y salvación.
¡Feliz y fructuosa Semana Santa! ¡Feliz Pascua de Resurrección!