Pedro López García
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8 de junio de 2025
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Hoy concluimos el tiempo pascual con la solemnidad de Pentecostés. Hoy revivimos la efusión del Espíritu Santo que vivieron los discípulos junto con María, la Madre del Señor.
Lo que hoy escuchamos en las lecturas de la Palabra de Dios, especialmente en el Evangelio, no es algo sólo del pasado; no es sólo algo que ocurrió entonces, sino que es un acontecimiento que se hace actual hoy para la Iglesia.
En la Pascua del Señor, en su misterio de muerte y resurrección, se nos reveló el amor del Padre, el misterio del Hijo y la acción del Espíritu Santo, que es el don maravilloso del Padre y del Hijo. Y este año, después de haber celebrado nuevamente las solemnidades pascuales, también nosotros hemos experimentado este misterio de salvación, que hoy llega a su plenitud.
Si San Lucas nos narra la efusión del Espíritu cincuenta días después de la resurrección de Jesús, san Juan la sitúa en el momento de su muerte en cruz y en el mismo día de su victoria. Después de estos acontecimientos, el libro de los Hechos nos irá contando las sucesivas manifestaciones del Espíritu Santo: que se derrama también sobre los paganos, que guía a la Iglesia, que viene por la imposición de las manos, que dirige la misión de San Pablo.
El Evangelio de este día coloca el envío del Espíritu Santo junto con el don de la paz, de la alegría, de la misión y del perdón de los pecados. Todos estos regalos, y otros muchos, son efectos que el Espíritu produce en las personas y en la Iglesia. Por eso lo invocamos y le pedimos: “… manda tu luz desde el cielo… riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo… Reparte tus siete dones… salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno”.
El Espíritu Santo actúa en nuestro corazón y en nuestra mente; pero también actúa en nosotros el mal espíritu, el espíritu del maligno. Por eso hemos de estar atentos para discernir certeramente si una intuición, una idea, un deseo vienen del Espíritu Santo o del príncipe de la mentira. ¿Cómo podemos orientarnos? Si lo que llega a ti no concuerda con el Evangelio y con la fe de la Iglesia, no viene del Espíritu Santo. Por eso tenemos que ser muy sinceros con nosotros mismos, dejarnos ayudar por los hermanos y permitir que la guía de los pastores ilumine nuestro camino de discernimiento.
El Espíritu Santo es quien moviliza la misión evangelizadora de la Iglesia; es quien nos guía para ser testigos del Señor resucitado y signos de su presencia y de su amor. Él nos recuerda las palabras del Señor y nos hace comprenderlas y vivirlas profundamente.
Pidamos al Espíritu Santo su iluminación y los dones de la fe, de la fortaleza, de la alegría y de la paz.