+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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21 de marzo de 2015
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]Q[/fusion_dropcap]ueridos amigos:
Seguimos con el tema de la gracia. Ha habido una época en que hemos utilizado mucho de la palabra “compromiso”, y casi nos olvidamos de la palabra “gracia”, que, curiosamente, es una de las más frecuentes en labios del Papa Francisco
El novelista francés G. Bernanos presenta en el Diario de un cura rural a un sacerdote luchando contra la propia miseria y la de sus feligreses, que les imposibilita para hacer algo digno de llegar al cielo. Si, por una parte, le consolaba y daba fuerzas al joven sacerdote el saber que Cristo había resucitado, por otro, la pobreza de su vida sacerdotal le abrumaba. Ronda los treinta años y está moribundo; no encuentra a ningún compañero para que le dé los sacramentos. Acaba pidiendo la absolución a un sacerdote amigo, secularizado. A punto de recibirla, dice algo sorprendente: “Déjalo, no hace falta, se me está revelando que todo es gracia”.
“Todo es gracia”. San Pablo, que lo experimentó en su propia persona, les dirá a los romanos lo que constituía la mejor noticia: “Ahora se ha manifestado a los hombres la benevolencia de Dios, su perdón, su gracia… Se hizo visible la bondad de Dios y su amor por los hombres, no en base a las buenas obras que hubiéramos hecho, sino por su misericordia nos salvó” (Tit. 3, 4-5).
Habla Pablo de que “se ha manifestado la justicia de Dios”. Lo que inmediatamente se nos ocurriría pensar es que ahora viene el castigo, el pagar por los pecados. Pero “justicia” – ese fue el gran descubrimiento de Lutero- no significa darnos lo merecido, sino que expresa el acto por el que Dios nos hace justos. La justicia de Dios es su bondad, su misericordia entrañable.
Es admirable cómo San Pablo insiste en la gratuidad, en que esto sucede gratuitamente, no en razón de nuestras obras o méritos, que era la terrible carcoma que habitaba en el alma de los fariseos y arruinaba su vida a pesar de ser los más estrictos cumplidores de la Ley
“Y ahora ¿dónde queda el orgullo? Eliminado… Porque esta es nuestra tesis: que el hombre se rehabilita por la fe, independientemente de la observancia de la Ley” (Rom. 3, 27-28). “Eso no procede de las obras, y ello para que nadie se enorgullezca” (Ef. 2, 8-9). Un buen día en la vida de Pablo apareció el sol que dejó eclipsada la candelita de su propia justicia; desde entonces no hizo otra cosa que universalizar su propia experiencia.
Los cristianos en no pocos casos arrastramos la atávica tendencia de pagar a Dios su rescate mediante los propios méritos, llegando a tener como acreedor a Dios, pues a uno que hace su trabajo le es debido el salario. Esa es la lógica que Jesús pretendía denunciar con la actitud del hijo mayor de la parábola del hijo pródigo y con la de los trabajadores enviados a la viña. Dios no nos trata como a jornaleros a los que hay que pagar el salario. Lo suyo es un camino de gracia.
“Convertirse” parece que no significaba lo mismo en labios de Juan Bautista que en labios de Jesús: Juan reclamaba la vuelta a la Ley. Jesús invitaba a una conversión que consistía en apropiarse por la fe de la salvación gratuitamente ofrecida y vivir luego sus consecuencias.
“Lo sabía con la cabeza, lo había leído mil veces, pero ahora era distinto. Sentía que se me había inyectado en la vena del espíritu una sabiduría que, sin pasar por la cabeza, arrebataba el corazón. La liberación que aprecié, al percatarme de que mi justicia no está en mí, que Cristo es la justicia de la humanidad… Sentí que hasta entonces no había valorado a Cristo, que no le conocía, que era yo el que había intentado salir de mi cárcel, que no había aceptado el inmenso regalo de Dios. Al darme cuenta del amor con que Dios ama en Jesucristo, se despertó en mí un amor mucho más tierno y compasivo por cada ser humano” (J. Villarroel).
¿El cristiano, según esto, no tiene que hacer nada? No. Dios no nos salva sin nosotros. Hay que colaborar con la acción de Dios preparando el corazón, haciéndole permeable a sus dones, acoger su amor y su misericordia con la confianza que implica la fe. Lo demás, también las obras, vienen por añadidura.