+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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4 de marzo de 2008

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]a festividad de San José nos trae, cada año, una jornada familiar y entrañable para toda la Diócesis: el Día del Seminario. Un día para volver a escuchar con el mismo acento de urgencia la invitación de Jesús a los discípulos, al ver a la muchedumbre como ovejas sin pastor: “La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies».

El año pasado compartía con vosotros preocupaciones y esperanzas sobre el Seminario y el Presbiterio Diocesano. Son evidentes la escasez de vocaciones, la alta edad media del clero, la disminución de brazos y el aumento de las tareas. “La falta de sacerdotes es ciertamente la tristeza de cada Iglesia”, decía el recordado Juan Pablo II. Pero también compartía con vosotros la serena confianza de que el Señor nunca abandona a su Iglesia. Aunque sea en forma de goteo siguen llegando jóvenes al Seminario. El próximo día 15, en la fiesta litúrgica de san José, ordenaré un nuevo diácono, que, si Dos quiere, dentro de unos meses será ordenado presbítero. Es una buena noticia para nuestra Iglesia.

En la Iglesia, como en la sociedad civil, hay dimensiones que a veces se oscurecen, mientras germinan otras como expresión de vitalidad y renovación. «Cada vez son menos los católicos, pero cada vez hay en la Iglesia personas que creen mejor y viven con más responsabilidad su fe” escribía no hace mucho el comentarista de un sondeo religioso.

Estoy seguro de que sois muchos los cristianos y cristianas laicos, que, sin renunciar a vuestra presencia y compromiso en el mundo, estáis dispuestos a arrimar el hombro para que el Evangelio de Jesús siga siendo anunciado, para que la fe siga siendo celebrada y el dinamismo de la caridad siga siendo alentado en todos aquellos lugares en que un grupo de cristianos estén dispuestos a reunirse. Son muchas las tareas eclesiales que no son exclusivas del ministerio presbiteral. Sabemos de países en que la vida cristiana, a pesar de contar con menos presbíteros que nosotros por ser Iglesias jóvenes, goza de una admirable vitalidad. En nuestro Programa Pastoral Diocesano está prevista haceros propuestas en este sentido.

Lo anterior no quita para que sigamos afirmando que el ministerio del presbítero es imprescindible en la Iglesia. Por eso, hemos de intensificar nuestra oración y nuestro empeño para que sigan surgiendo vocaciones a este ministerio. Hemos de promoverlo los presbíteros con nuestra vida alegre y entregada, invitando a los jóvenes más generosos de manera personal o en los diversos encuentros de oración y reflexión a tomar en consideración esta posibilidad. Lo han de hacer las familias cristianas, los catequistas y responsables de grupos. Lo debemos de hacer todos los que nos sentimos miembros vivos de la Iglesia, orando de manera persevante “al Señor de la mies que envíe obreros a su mies”. Y hay que hacerlo con la certeza de que ser llamado por el Señor es una gracia singular; que ser sacerdote es un camino de realización admirable.

El presbítero, porque lleva en sus manos, en su corazón y en sus labios la propuesta más hermosa para el hombre y el mundo, no es el resto de un pasado que caduca, sino la más verdadera promesa de futuro, garantizada por la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

Permitidme que, a la vez que os agradezco vuestra oración y vuestra ayuda a favor del Seminario, manifieste mi admiración y gratitud a nuestros seminaristas. Proceden de la catequesis parroquial y de la Universidad, algunos con carreras civiles terminadas. Aunque son pocos, proclaman con alegría que vale la pena poner la vida a disposición del Señor en la Iglesia; son signo elocuente de que el Señor sigue llamando y de que, entre los jóvenes, no se ha agotado la capacidad de responder.

 “Si escuchas hoy su voz…” es, este año, el lema del Día del Seminario. Sabemos que en la cultura actual se nos cuela con tanta fuerza el ruido que algunos hablan de contaminación acústica. Por eso, alguna vez he invitado a los jóvenes confirmados a atreverse a recuperar algún espacio de silencio en su vida. La pérdida del silencio conlleva la pérdida de la interioridad. En silencio germinan las cosechas, en el silencio madura toda gestación. “Del árbol del silencio- se ha dicho- pende el fruto de la sabiduría”. Del silencio brotan las palabras más verdaderas. Sólo en el silencio se escucha la voz del Dios que sigue hablando, que se hizo Palabra.

Que la Santísima Virgen de los Llanos, la mujer del silencio y de la escucha, nos ayude a jóvenes y adultos a crear la condicione que permitan escuchar las llamadas que nos vienen de las personas, del dolor del mundo, del vacío que engendra el ruido, del Dios que es amor. La fe, como la vocación, cualquier vocación, nace de la escucha. Una escucha que se hace obediencia, disponibilidad, entrega.