+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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15 de marzo de 2014
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]C[/fusion_dropcap]elebramos el Día del Seminario: una jornada para orar por las vocaciones al ministerio presbiteral; para sensibilizar a las familias y comunidades cristianas a la promoción de estas vocaciones; para pedir vuestra colaboración a fin de que no se pierdan vocaciones por falta de medios materiales. La necesidad de sacerdotes es una de las preocupaciones más serias de nuestras Diócesis.
Viene a mi recuerdo la anécdota que refería el brillante periodista que fue José Luis Martín Descalzo: Contaba cómo el periódico italiano Il Tempo organizó un concurso fotográfico sobre: « ¿qué quieres ser de mayor?». Los niños acudían a la redacción del periódico para elegir uno de los setenta y dos oficios que se ofrecían. Se fotografiaban con el atuendo del oficio correspondiente y se seleccionaban las mejores imágenes, que eran publicadas. Cuentan que hubo un niño que miró la lista una y otra vez, como si buscase algo que no encontrara… Al no hallarlo, le dijo a su padre: – “Papá, y sacerdote ¿no puedo ser?”. En el periódico no habían contemplado la posibilidad de que alguien soñara con ser sacerdote.
Las cosas no han cambiado a mejor. Somos parte de una generación en que, para muchos de sus ciudadanos, lo importante es la eficacia, la rentabilidad y la producción. Hemos llegado a uni-dimensionar al hombre de tal manera que lo hemos reducido a un tipo con dos caras: el hombre productor y el hombre consumidor de sus propios productos. Pero los hombres necesitamos no sólo productos, sino alma, no sólo cosas, sino esperanza.
La campaña del Día del Seminario de este año se enmarca en un lema precioso: “La alegría de anunciar el Evangelio”. Así empieza la reciente Exhortación Apostólica del Papa Francisco: “La alegría del Evangelio -dice el Papa- llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (n.1).
En nuestro mundo hay hambre de pan, ¡mucha hambre de pan!, pero también hambre de justicia, de ternura, de amor, de alegría; y hay hambre de Dios. Necesitamos vernos queridos, valorados, respetados; llenar la vida de autenticidad y de sentido, para no vernos cada día más insensatos. Pero hay dones y gracias que sólo el Señor puede regalarnos: el descubrimiento del otro como hijo de Dios y, por tanto, como hermano; la capacidad de amar hasta dar la vida, la luz de la esperanza para superar las angustias del vivir y del morir, la certeza de la vida eterna.
Necesitamos sacerdotes que, como panaderos de Dios, repartan el “pan del Evangelio”, que es el “pan de la Palabra”, el “pan de la Eucaristía”, el “pan de la Misericordia y la Reconciliación“, el “pan de la Fraternidad y de la Solidaridad”.
Un buen sacerdote ―aun reconociendo sus límites y fragilidades― es un don de Dios para la Iglesia y para el mundo. No es un objeto arqueológico, como a algunos les gustaría que fuera. Hermano entre los hermanos, el sacerdote no sólo es testigo de una pregunta que no se puede desenraizar del corazón del hombre, sino que es, ante todo, testigo de la respuesta del Dios revelado en Cristo y de la luz que de ella brota para el mundo y el hombre.
En nuestra sociedad secularizada, el sacerdote es un bien escaso; hay siempre plazas disponibles. Soy testigo privilegiado de cómo los fieles cristianos de nuestros pueblos y ciudades reclaman la presencia y compañía del sacerdote.
Queridos jóvenes: Quizá estéis en clase de religión o en algún grupo parroquial. Si es así, me alegro y os felicito; es señal de que Cristo os importa. Tal vez estéis preparándoos para la confirmación, intentando conocer mejor a Jesucristo para seguirle con un compromiso más sólido y maduro de vida cristiana. ¡Enhorabuena! Es un buen momento para que unos y otros os preguntéis con seriedad y franqueza qué vais a hacer con vuestra vida; para abrir los ojos a las necesidades de la Iglesia y del mundo; para escuchar a Jesús, vuestro mejor amigo, que os necesita y tal vez quiere pediros un compromiso especial. No os ofrece una vida cómoda, ni puestos de poder, ni riquezas materiales. Os ofrece servir, como hizo Él. Escuchad vuestro corazón. Yo os aseguro que ser sacerdote es una forma real de ser feliz y de sentirse realizado. ¿Recordáis el testimonio de Juan Pablo II en Cuatro Vientos? Aquel anciano, al que admiraban tantos millones de jóvenes porque sus palabras eran creíbles y siempre verdaderas, nos decía casi despidiéndose: “Al volver la mirada atrás y recordar estos años de mi vida, os puedo asegurar que vale la pena dedicarse a la causa de Cristo y, por amor a Él, consagrarse al servicio del hombre. ¡Merece la pena dar la vida por el Evangelio y los hermanos!”.
Felicito a nuestros seminaristas por la manera tan generosa con que están respondiendo a la llamada del Señor. Sienten que la vocación es como “una llama que llama”. Y os agradezco a todos, hermanos y hermanas, vuestra oración, vuestro amor al Seminario y vuestra ayuda para el mantenimiento de nuestros seminaristas. Contad también vosotros con mi amistad, mi gratitud y mi oración. Que el bendito San José interceda por vosotros y por el Seminario.