+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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16 de marzo de 2009

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]U[/fusion_dropcap]n año más, con ocasión de la fiesta de San José, celebramos el Día del Seminario. Lo hacemos alentados por aquel lema que fue santo y seña de la vida de San Pablo: “Apóstol por la gracia de Dios”.

San Pablo, en efecto, fue llamado por Cristo en el camino de Damasco. El que perseguía a muerte a los cristianos se encontró con Cristo como luz y llamada. A partir de esta experiencia de gracia, su vida dio un giro radical, adquirió una nueva identidad. Todo lo que antes era importante para él le parecía como basura en comparación del conocimiento y seguimiento de Cristo. Anunciar a Jesucristo se convirtió en la tarea que empeñaba sus noches y sus días, la tarea en que gastó y desgastó su vida hasta sellar con sangre martirial su fidelidad a esta misión.

Ser sacerdote es una gracia para el que recibe esta llamada y para los hermanos a los que sirve. Aunque la vida de quienes ejercemos este ministerio esté tan lejos de la de san Pablo, laboramos en el mismo surco: Anunciar con nuestras palabras y con nuestra vida, en todas partes y con todos los tonos, que Dios es amor, que en Jesucristo está nuestra salvación, que él es nuestra esperanza más firme y más segura. La gente necesita salud, trabajo, instrucción, diversiones, muchas cosas. Pero si no hay verdadero amor no hay felicidad verdadera. Jesucristo es el maestro definitivo de este amor, manifestado plenamente en la cruz; es la esperanza más plena, manifestada en su resurrección.

Valoramos profundamente el trabajo de los laicos y de las personas consagradas en la vida religiosa o secular, que realizan una labor tan admirable en la transformación de las realidades temporales o como testigos de las realidades futuras, pero si faltan pastores que reúnan, guíen, partan el pan de la Palabra y el de la Eucaristía a los fieles, difícilmente contaremos con comunidades que sean fermento de vida nueva en el mundo.

El Día del Seminario nos invita a los presbíteros a ahondar en nuestra misión, en nuestro ser y nuestro hacer. Y viene a estimular en todo el Pueblo de Dios el aprecio y estima del ministerio sacerdotal y el interés de todos para que no falten vocaciones al mismo.

Los sacerdotes quisiéramos que nuestra participación en el ministerio apostólico se caracterizara como la de san Pablo, por el servicio a todos, por la promoción de los carismas de los files; que nuestra tarea prioritaria fuera garantizar y animar la evangelización encomendada a la comunidad entera, siendo nosotros los primeros evangelizados y evangelizadores. Y hacerlo con amor, con osadía, con libertad, sin fanatismos enfermizos o sectarios.

Sabéis que esta misión, en medio de una sociedad secularizada, materialista y hedonista, que vive cerrada en la inmanencia de lo inmediato, es hoy especialmente difícil. Dios, lo religioso, aparecen a los ojos de muchos como no necesario, marginal, insignificante y pasado de moda. No es cómodo para nadie, tampoco para el presbítero, ir contra corriente. No será raro que nos visiten la fatiga, la desconfianza, la soledad o la sensación de fracaso. San Pablo nos enseña que la dificultad pone aprueba la fidelidad del apóstol, pero no lo derrota. A pesar de todos los pesares nos acompaña la alegre certeza de que es una gracia admirable ser testigos del Dios vivo, revelado en Cristo, capaz de encender el corazón, de movilizar para el amor, de dar sentido y plenitud a la vida de nuestros hermanos los hombres y mujeres de hoy.

Reconocemos que nuestros logros se quedan siempre más cortos que nuestras opciones, que nuestra representación de Cristo queda muchas veces empañada por nuestras fragilidades y pecados. Pero, mejor o peor vivida, esa es nuestra misión: prestar la vida a Cristo para que a través de nuestra existencia, con frecuencia pobre y pecadora, él pueda seguir anunciando la Buena Noticia del Reino, partiendo el pan de la Eucaristía, reconciliando a los hombres con Dios, encendiendo esperanzas y alumbrando sentido, derrochando compasión con los pobres y necesitados.

A esto prepara el Seminario. Es un tiempo de maduración y consolidación de la vocación, de conocimiento del hombre y del mundo, de aproximación intelectual al misterio de Dios por el estudio teológico, de aprender a estar y a trabajar con otros mediante la experiencia de vida comunitaria y, sobre todo, de crecer y afianzarse con la oración en la amistad e identificación con Jesucristo.

Lo arduo y lo ancho de la tarea requiere muchos brazos. Los sacerdotes somos cada vez menos y de mayor edad. Contamos sólo con seis seminaristas (cuatro en el Seminario Mayor, y dos, en el Menor). Son jóvenes y adolescentes, que viven su vocación contagiando alegría y esperanza .Os confieso que una de las cosas que más me duelen, como pastor de esta Iglesia de Albacete, es no disponer de las vocaciones suficientes para atender las demandas que me llegan de manera creciente por parte de no pocas comunidades. Hemos abierto, por eso, una reflexión que ha de ir traduciéndose en acciones concretas para que los laicos asumáis unos niveles de corresponsabilidad todavía no suficientemente reconocida y valorada, como lo vemos hecho realidad en otras Iglesias más jóvenes y con menos sacerdotes, pero de una vitalidad admirable.

Permitidme todavía, antes de acabar esta carta, una palabra más personal:
– A los seminaristas: Habéis recibido el alto honor de ser llamados por el Señor para confiaros su misma misión, la que él trajo como enviado de el Padre. Sabéis que «la mies es abundante y escasos los obreros»(Mt.9, 37), que la Diócesis tiene puesta la esperanza en vosotros. Que esta responsabilidad afiance vuestro compromiso con el Señor, «sin volver la vista atrás»(cfr. Mt.9, 62); que os impulse a una identificación en cuerpo y alma con el Señor para actuar, un día no lejano, en su nombre. Y que sigáis regalándonos la frescura de vuestra alegría y generosidad.

– A los presbíteros: La llamada del Señor casi siempre llega a través de mediadores. Los que un día seguimos la vocación sacerdotal recordaremos siempre con inmensa gratitud a aquel buen sacerdote que, en casi todos los casos, nos propuso ingresar en el Seminario. ¿Por qué hemos de sentir pudor de proponer a los jóvenes más generosos la posibilidad de realizar su existencia en una misión que se inscribe íntegramente en favor de los hombres?

– A las familias cristianas: Os he oído quejaros con frecuencia de los derroteros fáciles e individualista por los que empieza a discurrir la vida de no pocos adolescentes y jóvenes. Proponedles metas altas a vuestros hijos, educadles en la generosidad y la renuncia, sugeridles la posibilidad de ser sacerdotes. De la existencia de familias de fe vigorosa y comprometida depende en buena parte que contemos con jóvenes generosos, capaces de enrolarse en cualquier causa noble

– A los jóvenes: A muchos de vosotros os entusiasman los gestos heroicos. Es admirable ver cómo crecéis en sensibilidad por las grandes causas de la humanidad. Pero, como me confesaba alguno, os asustan, en un mundo tan cambiante, los compromisos definitivos. Os aseguro que el Señor no defrauda, que da el ciento por uno. Es cuestión de fiarse de él.¿Os habéis preguntado alguna vez, ahora que el futuro se abre ante vuestros ojos, por qué no ser sacerdotes?

Y no podría terminar esta carta sin expresaros mi gratitud más sincera a todos los diocesanos que durante el año, y de manera singular en estos días, oráis por el Seminario, sentís sus necesidades, manifestáis con admirables gestos de generosidad vuestro amor y esperanza en él.

Que el Señor os lo recompense abundantemente Al bendito San José y a María nuestra madre, en cuyo hogar, verdadero seminario, nació y maduró el único y verdadero sacerdote, Jesús, del que los demás somos sólo ministros, encomiendo los frutos del Día del Seminario.