+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

|

22 de octubre de 2011

|

74

Visitas: 74

[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]n la Jornada Mundial de la Propagación de la Fe (Domund) de este año 2011 vuelve a resonar en nuestros oídos y en nuestro corazón la voz amiga que escucharon los discípulos de la primera hora de labios del Resucitado en la tarde de Pascua: “Como el Padre me envió, así os envío yo”. (Jn 20,21).

“…Así os envío yo”. Porque se trata de prolongar la misma misión, la que tiene su origen en las entrañas de Dios Padre, que envió a su Hijo, ungido por el Espíritu, para hacer partícipes a los hombres de la vida, del amor, de la salvación llevada a cabo por Jesús en su muerte y resurrección.

La Iglesia “es por su propia naturaleza misionera. Tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo, según el plan de Dios Padre”. (Ad gentes 2). Evangelizar es “la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Existe para evangelizar”. (Pablo VI. Evangelii nuntiandi, 14). Toda la Iglesia, en todos sus miembros es, pues, la heredera de ese envío, la destinataria de ese encargo del que ninguno de los bautizados podemos sustraernos: «Cristo resucitado nos convoca de nuevo, como en el Cenáculo, donde ´al atardecer del día primero de la semana´ (Jn.20 ,19) se presentó a los suyos para ´exhalar´ sobre ellos el don vivificante del Espíritu e iniciarlos en la gran aventura de la evangelización». (NMI 56).

Seguimos en el mismo surco abierto por Cristo, con el impulso de Pentecostés, con entusiasmo renovado para testimoniar su amor, mirando hacia delante con profundo respeto a la libertad de cada hombre, fijos los ojos en Jesús, cuyo anuncio es gracia, cuya acogida es salvación para  toda la humanidad.

“Es el servicio más valioso que la Iglesia puede prestar a la humanidad y a toda persona que busca las razones profundas para vivir en plenitud la existencia” nos dice Benedicto XVI en su Mensaje para esta Jornada.

Tomar conciencia de este encargo nos ayudará no sólo a vivir con más intensidad la urgencia de llevar el Evangelio a aquellos lugares en que todavía no ha sido proclamado, sino también a los países de antigua cristiandad “que, como dice el Papa, habiendo recibido el anuncio del Evangelio, lo han olvidado y abandonado, y no se reconocen ya en la Iglesia”. A esta llamada responde el Plan Pastoral que, en estos días, se presenta en nuestras parroquias y arciprestazgos de Albacete.  

Cada año, en el día del Domund, no podemos dejar de recordar a los misioneros y misioneras, en general, y a nuestros misioneros y misioneras de Albacete, en particular. Ellos entregan su vida para la salvación de otras vidas. En sus manos, el anuncio del Evangelio ha cuajado en miles de obras sociales: en comedores, hospitales y escuelas, en medicinas para el cuerpo y en consuelo para el espíritu. En los arrabales del mundo, con escaso equipaje, con mucho amor y una inabarcable esperanza, los misioneros son forjadores de un mundo nuevo y mejor. La Buena Nueva que llevan en sus manos y en su corazón abarca al hombre entero en sus necesidades materiales y espirituales. Hace años, frente algunos escándalos sórdidos y siempre lamentables, alardeados con profusión por los medios de comunicación, decía un articulista que “si los periódicos dedicasen la misma atención a la epopeya anónima y cotidiana de los misioneros…, no quedaría papel en el mundo. (J M Prada. ABC, 26,3, 2001).

Esta epopeya hermosa, que dignifica a la humanidad y la surca con rasgos en los que se adivina la presencia del Reino de Dios, tiene que seguir con el impulso de nuevas vocaciones misioneras y con el aliento y la ayuda de nuestras comunidades cristianas. Aunque no todos estemos en la vanguardia de los frentes de la misión, todos podemos secundar el mandado de Cristo a todos dirigido y que a todos nos concierne. El Papa, en el mensaje que vengo citando, lo dice con una rotundidad inusitada:«La misión universal implica a todos, todo y siempre”. Un cristiano que no siente la inquietud misionera es que no ha conocido a Cristo. Todos los que se han encontrado con Jesús resucitado han sentido la necesidad de anunciarlo a otros, como hicieron discípulos de Emaús. La solicitud por los misioneros, la ocupación y preocupación por las misiones de allá, rejuvenece a nuestra Iglesia, la vigoriza y la renueva en su impulso evangelizador acá.

El “así os envío yo” resuena en el “podéis ir en paz” del final de cada Eucaristía. Este envío ha de resonar cada domingo en nuestro corazón y en nuestra mente con tanta fuerza que nos implique en la misión evangelizadora. Quienes nos hemos encontrado con Jesús al partir el pan hemos de correr hacia nuestros hermanos para llevarles el gran anuncio: “¡Hemos visto al Señor!”. (cf. NMI 59)

Que Santa María, estrella de la evangelización, nos conceda el don de la perseverancia en la tarea misionera.