+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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23 de octubre de 2010

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Vuelve el Domund, como cada año, en el penúltimo domingo de octubre. Hay quienes lo identifican con la bullanguera y encantadora movida de los niños, que, armados de huchas y pegatinas, colaboran tan eficazmente con las misiones. Pero el Domund es más que eso: Es la fiesta que nos invita a tomar conciencia del encargo misionero de Jesús de anunciar el Evangelio a todos los pueblos: Un mandato confiado a la Iglesia y, por consiguiente, a todos y a cada uno de sus seguidores. “La Iglesia, decía Juan Pablo II, es la cuna en que María coloca a Jesús y lo entrega a la adoración y contemplación de todos los pueblos”. “El Domund, dice el Papa Benedicto XVI en su mensaje para esta jornada pretende renovar en todos los fieles cristianos este compromiso y a dar a nuestras actividades pastorales un aliento misionero más amplio”. El secularismo envolvente está convirtiendo también a los países de vieja cristiandad en países de misión.  

El Domund, además, nos ayuda a recordar y a orar por los miles de misioneros que, día a día, siembran en este mundo nuestro los gestos más gratuitos de entrega y servicio a los demás. Recuerdo el impresionante testimonio que, hace unos años, nos daba el P. Luis Ruiz, misionero jesuita en China, que a sus noventa años, con persecuciones, destierros, guerras y enfermedades a su espalda, mantenía en pie cien leproserías donde tenía acogidos a unos cien mil leprosos: «Mantengo la alegría pese a las dificultades. El secreto es sonreír y servir al pobre, al abandonado, al leproso. Gracias a Dios` – decía- no tengo la preocupación del dinero. Duermo tranquilo, aunque necesito más de cien mil euros al mes. El Señor lo hace, es cosa suya. Te digo que es un milagro… «.

El lema del Domund de este año es elocuente: “Queremos ver a Jesús” (Jn. 12,21).Como nos cuenta el evangelista Juan, esa fue la petición que hicieron a Felipe, uno de los Doce, un grupo de griegos, llegados a Jerusalén con motivo de las fiestas de Pascua.

Al igual que aquellos peregrinos, también hoy, consciente o inconscientemente, es lo que nos piden a los creyentes los hombres de nuestro tiempo. Pero nos piden no sólo que hablemos y les digamos cosas Jesús, sino que lo hagamos ver con nuestra vida; “que hagamos resplandecer el rostro del Redentor en cada ángulo de la Tierra ante las generaciones del nuevo milenio, y especialmente ante los jóvenes de todos los continentes, destinatarios privilegiados y sujetos activos del anuncio evangélico” – dice Benedicto XVI.

El cartel que encontraréis en las puertas de nuestros templos nos muestra a una joven y sonriente religiosa misionera con una niña de color en brazos. Es la sonrisa de quien, al contemplar el rostro de Cristo en los más pobres, contagia su alegría. Sólo quien ama de verdad es capaz de ver a Dios en el rostro de los más indefensos, como la niña del cartel.

El cristiano es misionero cuando se hace promotor de una nueva forma de vida, basada en relaciones auténticas, en comunidades fundadas en el Evangelio; cuando ama de verdad. “El que me ame será amado de mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él” (Jn 14,21). Sólo a partir del encuentro con el Dios que es Amor cambia nuestra existencia, podemos vivir en comunión fraterna y ofrecer a los hermanos un testimonio creíble, dando así razón de nuestra esperanza. El Papa, que nos recuerda que la Eucaristía nos hace cuerpo de Cristo y que, por tanto, nos une a Dios y entre nosotros, nos invita a no guardar el amor que celebramos en el Sacramento. “Una  Iglesia auténticamente eucarística  es una Iglesia misionera” (S.C. n.84); una Iglesia capaz de proclamar: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estés en comunión con nosotros” (1 Jn, 1,3).

Tengamos en esta jornada un recuerdo muy especial para el centenar de misioneros y misioneras, que, salidos de nuestra Iglesia de Albacete y diseminados por el mundo, son fermento de vida nueva, anunciando el Evangelio y promoviendo la dignidad de las personas. Para ellos nuestra amistad, nuestra cercanía y nuestro apoyo.

No quiero terminar esta carta sin reiteraros la invitación a dilatar hoy la mirada del corazón y a sentiros todos protagonistas del compromiso de la Iglesia de anunciar el Evangelio. “El impulso misionero – sigue diciéndonos el Papa– ha sido siempre un signo de de vitalidad  para nuestras Iglesias”.

Os agradezco vuestra oración y vuestra ayuda material, a pesar de las actuales dificultades económicas de muchos entre nosotros. Vuestro gesto de amor y comunión, canalizado a través de las Obras Misionales Pontificias, permitirá seguir sosteniendo a miles de misioneros y catequistas, a las jóvenes comunidades eclesiales, a sus innumerables obras de evangelización y promoción integral de las personas en las tierras de misión. Como en el cuento oriental, los misioneros transforman nuestros pequeños granos de trigo en pepitas de oro para los más pobres.