+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

|

14 de enero de 2012

|

184

Visitas: 184

En este domingo siguiente al que conmemoramos el Bautismo de Jesús celebramos en la Iglesia la Jornada de las Migraciones. El fenómeno migratorio, por su importancia cuantitativa y cualitativa, constituye hoy uno de los hechos más significativos de nuestra época y, como consecuencia, uno de los mayores desafíos a la sociedad y a la Iglesia. Detrás de esos desplazamientos en busca de mejores condiciones de vida hay, casi siempre, otras causas: El Papa en su mensaje para esta Jornada enumera algunas: el hambre, las guerras, la amenaza de persecuciones, la violencia y las catástrofes naturales. “Nadie puede poner fronteras a nuestra hambre”, decía hace unos años Brahim, uno de los pocos supervivientes del naufragio de una patera. Por otra parte, “las televisiones polícromas modernas… pintan, en el llamado Tercer Mundo, los países ricos del Norte como la tierra prometida que mana leche y miel. Pero para muchos se convierte en un desierto con espinas, o en travesías cuyo precio es la muerte” (T. Calvo).

Aunque lograrlo sea un camino largo y difícil, los creyentes no queremos contemplar las migraciones como una amenaza, sino como la punta avanzada de los pueblos en camino hacia la fraternidad universal. La desaparición de fronteras y los procesos de globalización en que nuestro mundo está inmerso, y en el que tanto tiene que ver el desarrollo de los medios de comunicación y las facilidades para los desplazamientos, están dando lugar al encuentro entre personas y pueblos diferentes. Sociedades que eran, hasta hace poco, homogéneas se están convirtiendo, por obra de los flujos migratorios, en sociedades pluri-culturales y pluri-religiosas. En España lo estamos experimentando con singular fuerza y rapidez. En unos pocos años ha cambiado sensiblemente la fisonomía de los habitantes de nuestro país. 

El Mensaje del Papa – “Migraciones y Nueva Evangelización”- nos invita este año a prestar atención a la evangelización. Para muchos inmigrantes esta suponiendo un choque cultural traumático el paso de una sociedad muchas veces rural y de fuertes carencias materiales, pero de relaciones muy personalizadas, a una sociedad altamente desarrollada y consumista, en que se valora por encima de todo la libertad individual, la independencia personal y la racionalidad científico-técnica. La instalación en contextos urbanos anónimos, con un proceso de secularización agresivo, acaba frecuentemente repercutiendo también de manera negativa en su fe o en su vivencia religiosa.

No pocos de los inmigrantes que llegan a nuestro país proceden de pueblos marcados por la fe cristiana. Muchos llegan con una fe fresca y viva, capaz de enriquecer nuestras comunidades; otros, tal vez, con la fe adormecida. ¿Encontrarán en nosotros “comunidades acogedoras que les ayuden a despertar o a mantener firme su fe, promoviendo incluso estrategias pastorales, métodos y lenguajes para una acogida siempre viva de la Palabra de Dios”, como nos dice el Papa. ¿Qué sería de su fe si sólo encontraran un cristianismo que por falta de convicciones personales y de confesión comunitaria hubiera quedado reducido a un hecho cultural? Es éste uno de los grandes desafíos que el Benedicto XVI nos marca en su mensaje.

También llegan hasta nosotros “hombre y mujeres provenientes  de diversas regiones de la tierra, con diferentes creencias: cristianos no católicos, creyentes de otras religiones, no creyentes. Es una “oportunidad providencial” tanto para para vivir el ecumenismo de la vida como para la misión ad gentes sin tener que salir a regiones lejanas.

El diálogo respetuoso y el testimonio de la solidaridad, adema de abrir a horizontes de paz, han de contribuir al conocimiento mutuo, a mostrar que el Dios en quien creemos es el Dios del amor, de la justicia, de la ternura y de la misericordia.

La Buena Nueva debe ser proclamada, en primer lugar, mediante el testimonio (EN 21). Todos los cristianos están llamados a este testimonio, también los inmigrantes católicos, que han de ser los primeros evangelizadores de sus hermanos. Pero “el más hermoso testimonio se revelará a la larga impotente si no es esclarecido, justificado —lo que Pedro llamaba dar «razón de vuestra esperanza» —, explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús”. (E.N.22)

Lo anterior no está reñido con lo que nos decía Benedicto XVI en su primera Carta Apostólica: “La caridad no ha de ser un medio en función de lo que hoy se considera proselitismo. El amor es gratuito; no se practica para obtener otros objetivos. Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar. El cristiano sabe cuando es tiempo de hablar de Dios y cuando es oportuno callar sobre Él, dejando que hable sólo el amor” (CIV. 31, c). 

Ello nos demanda no permanecer cerrados en los recintos de nuestras comunidades, atrevernos a transitar por nuevos caminos abriendo puertas y suscitando encuentros, leyendo en el rostro de los inmigrantes sus dolores y esperanzas, traduciendo la esperanza del Evangelio en respuestas prácticas para adultos, jóvenes y niños. En la evangelización – como en la relación migratoria-  no hay uno que da y otro que recibe. Los dos dan y reciben.

Los inmigrantes están siendo las primeras víctimas de la crisis económica. Vienen porque nos necesitan, pero también porque les necesitamos. ¿Olvidaremos ahora que son personas y no simple mano de obra? Deseamos que los marcos normativos para la regulación de las migraciones sean fruto de un consenso lo más amplio posible, que favorezca el respeto a su dignidad, la tutela de la familia, el acceso a viviendas dignas, el trabajo y la asistencia.

En esta situación y ante el presente desafío, se nos pide a los cristianos una nueva imaginación pastoral para ser testigos y servidores del Evangelio de la esperanza y de la solidaridad, para salir al encuentro y abrir puertas, para ir pasando de la acogida a la comunión, que es el nombre cristiano de la integración.