+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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13 de enero de 2007

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Queridos amigos:

El domingo día 14, celebra la Iglesia la Jornada de las Migraciones. Con este motivo, los Obispos de la Comisión de Migraciones hemos querido llamar la atención de los católicos españoles sobre la importancia de la familia emigrante y las dificultades que ésta o alguno de sus miembros se ven obligados a soportar debido a la separación, desarraigo, idioma, adaptación a una nueva cultura, así como por los obstáculos que encuentra la reagrupación familiar. El Papa Benedicto XVI, que ha calificado al hecho de las migraciones como “fenómeno estructural de nuestra sociedad” invita en su mensaje a “acentuar el compromiso de la Iglesia no sólo a favor del individuo emigrante, sino también de su familia, lugar y recurso de la cultura de la vida y principio de integración de valores”.

En los pasados días de Navidad he pensado muchas veces en vosotros, y por vosotros he rezado. Estoy seguro de que esos días tan entrañables, que muchos de nosotros hemos celebrado al calor de nuestras familias, han sido especialmente duros para vosotros, lejos de vuestros países y de vuestros seres queridos. Para vosotros también ha nacido Jesucristo, para iluminaros con su luz y envolveros con su amor. Él, que vino al mundo en una gruta y fue puesto en un humilde pesebre, “porque no había sitio para ellos en la posada”, también experimentó, al poco de nacer, la emigración forzosa. “En el drama de la familia de Nazaret, obligada a refugiarse en Egipto, percibimos, dice el Papa, la dolorosa condición de todos los migrantes… y de toda familia migrante: las penurias, las humillaciones, la estrechez y fragilidad de millones y millones de migrantes, prófugos y refugiados”. Por eso, muchas veces he invitado a contemplar el rostro de Jesús, niño emigrante en Egipto, en el rostro multicolor de todos los niños inmigrantes, vuestros hijos e hijas, que andan por nuestras calles y van a nuestros colegios.

Deseamos que en nuestra Iglesia de Albacete, en la parroquia en que vivís, encontréis, quienes compartís nuestra fe, vuestra casa, vuestro hogar, vuestra familia en la fe; que nuestra Iglesia os ayude a experimentar el amor de Dios, toda su ternura y su cariño, a través de los hermanos. Esta Iglesia y esta sociedad, a las que habéis llegado después de un largo viaje, necesitan de vosotros. Con la viveza de vuestra fe, seguramente más fresca que la de la mayoría de nosotros, y con vuestro trabajo –quizá los trabajos más duros y humildes- podéis ser luz para nosotros

Tal vez, en algún momento, hayáis experimentado el rechazo o la discriminación. Lo siento profundamente. Con vosotros queremos exigir el respeto a vuestros sagrados derechos humamos y legales. Y si ya hubierais logrado organizar vuestra vida y alcanzar una situación digna, acordaos de vuestros hermanos que pasan dificultades, ayudadles lo mejor que podáis. Cumplid también vosotros, honradamente, vuestros deberes ciudadanos; así os haréis respetar y valorar mejor.

Quizá esperabais encontrar entre nosotros una Iglesia más viva y solidaria. Necesitamos también nosotros, ya veis, volver a descubrir el gozo de la fe y el compromiso de nuestra misión de anunciar el Evangelio de Jesús, de llevar la Buena Nueva a los pobres. Contamos con vosotros para ello; no os avergoncéis de vuestra tu fe, mostradla con sencillez y sin miedo ante todos.

Quienes no compartáis nuestra fe, como sucede con quienes profesáis otras creencias y pertenecéis a otras religiones, sabed que contáis no sólo con nuestro respeto y nuestro cariño, sino que estamos dispuestos a enriquecernos con lo mejor de vuestras culturas y creencias, como esperamos que lo hagáis vosotros con las nuestras. El día de mi entrada en esta Iglesia de Albacete abogaba para que los creyentes de las distintas religiones ofrezcamos, juntos, a la humanidad del tercer milenio aquellos valores espirituales y transcendentes comunes que ésta necesita recobrar para fundamentar el proyecto de una sociedad digna del hombre. Tenemos que trabajar juntos por la paz y el entendimiento entre los pueblos y culturas.

El fenómeno migratorio al que el recordado Papa Juan Pablo II calificaba como uno de los signos de nuestro tiempo, a la vez que nos interpela a los de aquí, nos reclama respuestas justas y eficaces y nos invita a preguntarnos por las razones que os han empujado a salir de vuestros respectivos países.

Los técnicos en economía anuncian que para sostener a un pensionista necesitaremos de tres inmigrantes jóvenes; que el bienestar del Norte rico, dadas sus tasas de envejecimiento y la baja natalidad, depende de su capacidad para incorporar inmigrantes. Sería muy triste que os necesitáramos como trabajadores, y os ignoráramos en cuanto ciudadanos.

Durante quinientos años el Norte viajó al Sur imponiendo su voluntad económica y política sobre culturas ancestrales, sin pedir permiso a nadie. Hoy, quienes venís de esos pueblos, llamáis a nuestras puertas poniendo a prueba los valores que hemos proclamado como universales.¿Sabremos estar a la altura de las nuevas circunstancias? Con ello no estoy abogando por una inmigración ilegal, sin orden y concierto, cuyas primeras víctimas serían estas personas. Pero, ahora, que se habla tanto de memoria histórica, nos viene bien recordar nuestro viaje de ida, como también que los mismos españoles, hasta hace pocos años, fuimos emigrantes.

El pueblo de Israel, del que nos sentimos herederos, hizo de la emigración la gran metáfora de su historia de salvación como pueblo de Dios. Y nuestra Iglesia, por origen y vocación, está llamada ser la casa común de la gran familia de los hijos de Dios y la mesa compartida por los hermanos. Jesús entregó su vida para congregar a los hijos de Dios dispersos, para derribar los muros de separación. Cómo deseamos que la Eucaristía, memorial de su muerte y presencia de su resurrección fuera, por eso, siempre, la fiesta de todos los pueblos.

Con mi afecto y bendición.