+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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30 de diciembre de 2007

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Bien sabe Dios que uno, por temperamento y por convencimiento, quisiera ser, en estas cartas semanales, más portador de buenas noticias que aguafiestas, más profeta de buenas venturas que agorero de desventuras. Me encantaría hablar hoy de las familias felices, que las hay, más de lo que parece. ¡Enhorabuena!

Pero ahí están los hechos: raro es el día en que no nos llega la triste novedad de algún matrimonio roto, de demasiados matrimonios rotos.

Los analistas sociales vaticinaban que, para el 2010, por cada matrimonio que se celebrara, otro se rompería. Recientemente, la prensa regional nos informaba de que tales cotas se están alcanzando ya en nuestra región.

Ya sé que para los medios de comunicación no es más que un incidente normal dentro de una sociedad moderna; un incidente que, además, cuando se trata de la «gente guapa» o de un personaje importante, vende. Pero lo real es que estos hechos no se dan sin dolores profundos, sin hondas experiencias de soledad, sin la amarga frustración de ver cómo se quiebra un proyecto llamado a estructurar una vida en común. En el matrimonio se comparte, nada más y nada menos, que el ser mismo de las personas, cuerpos y almas, sufrimientos y gozos, sueños y esperanzas, y hasta la prolongación de cada uno de los esposos en el fruto común de los hijos.

Hay quienes están empeñados en hacernos creer que eso de la fidelidad y la salvaguarda del amor está pasado de moda. El divorcio civil, inevitable muchas veces, es consecuencia del divorcio previo de los corazones.

Es verdad que, con el paso del tiempo, el amor y el gozo, como el viejo vino de Caná, corren el peligro de agotarse. Cuando esto acontece, los esposos ya no tienen nada que ofrecerse ni a sí mismos ni a los hijos, si no es la frialdad recíproca y la amargura de la desilusión. El fuego del hogar, que habían encendido para calentarse, se ha ido apagando por no atizar las brasas. No es extraño que, entonces, vayan a buscar otras lumbres fuera de la casa para calentar el corazón con un poco de afecto.

El remedio en Caná fue haber invitado a Jesús y a su Madre. Siempre se puede recurrir a ellos cuando se siente apagarel entusiasmo, el atractivo físico o la novedad del amor. Jesús puede transformar el agua de la rutina en vino nuevo, en un nuevo amor, seguramente no tan efervescente como el de la luna de miel, pero seguro que más hondo y duradero, hecho de comprensión y aceptación mutua, incluso de perdón.

Nuestra sociedad fomenta el erotismo, pero no educa para el amor verdadero, el que quedó acuñado en el cristianismo con el nombre original de ágape.

El eros está hecho de posesión y deleite, generalmente tiene como objetivo, más que a la persona misma, los atractivos que ofrece la persona; por eso cosifica, convierte al otro en objeto de uso. Y del uso se pasa con facilidad al abuso. Ahí esta lo que llaman la violencia del género, que es, frecuentemente, violencia doméstica.

El agapé está hecho de donación, de gratuidad, de aceptación del otro por sí mismo. No excluye el eros, pero lo purifica, lo asume y lo trasciende, lo ancla en el amor mismo de Dios y, por eso, es capaz de superar la rutina, el paso del tiempo, la pérdida de la belleza y de la juventud.

Esto vale también para el matrimonio civil. Pero hablo para cristianos: me gustaría que quienes se casan por la Iglesia no lo hicieran sólo para que lo religioso dé un poco lustre externo a la boda a base de música de órgano, de flores o de alfombras, sino porque se quiere vivir el matrimonio como una vocación, como llamada y compromiso a responder al proyectode Dios; porque se está dispuesto a realizar, con la gracia de Dios, de manera cristina la vida y el destino compartidos.

Cuando algunos me dicen que el matrimonio cristiano es un yugo demasiado pesado para los tiempos que corren, suelo decirles que lo que realmente resulta insoportable es el matrimonio basado sólo en el puro sentimiento, en el atractivo físico, el placer de la carne o el interés. Entonces es una carga tan pesada que difícilmente se aguanta más allá de unos pocos años.

Jesús nos asegura que «su yugo es llevadero y su carga ligera». Es lo que atestiguan miles de matrimonios felices.