+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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27 de diciembre de 2008

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]J[/fusion_dropcap]esús vino al mundo, como todos nosotros, en una familia: la humilde familia de Nazaret. No resulta, por eso, extraño que, al domingo siguiente a la Navidad, celebremos la fiesta de la Sagrada Familia.

Buena parte de nuestra sociedad vive de tejas abajo. Tiene como valor supremo, según constatan algunos analistas sociales, el hedonismo. Una sociedad hedonista acaba siendo una sociedad egoísta, en la que no hay lugar para aquello que implique renuncias, sacrificio, generosidad. No queda lugar para el matrimonio estable, si acaso para las uniones efímeras. Y tampoco hay lugar para los hijos, que exigen desvelos, insomnios, incluso sacrificios económicos.

Hago mías algunas de las reflexiones que un hermano Obispo, D. Fernando Sebastián, escribía, hace unos años, para sus diocesanos. Me parece que conservan plena actualidad.

La familia, muchas familias, no van bien. Es un hecho cómo se multiplican los divorcios. Y cuando la familia va mal, las personas no pueden ir bien. Ello se reflejará en otros muchos problemas. Hoy nadie duda de que la mayor parte de los problemas sociales nacen de fracasos personales, y éstos, en su mayor parte, son consecuencia de carencias familiares.

La generación emergente, que se inicia tan prematuramente en el ejercicio de la sexualidad y que está tan informada al respecto, no sólo no ha recibido una educación honda de la sexualidad y del amor, sino que, en nombre de un progresismo que algunos han calificado de caverna, está siendo empujada a vivir tales realidades superficialmente, frívolamente. La persona así será incapaz de amar con un amor estable, sacrificado, hondo, mucho más hondo que el simple atractivo o el placer sexual, que, si bien estimula, enriquece y da vibración corporal al amor, es siempre efímero.

Sería bueno analizar qué relación existe entre las concepciones en boga en lo referente al sexo y la potente industria montada sobre la base de tales concepciones. A lo mejor descubríamos que lo que se nos viene vendiendo como planteamientos de progreso, no pasa de ser una manipulación dirigida a convertir el sexo en un producto más de consumo por obra y gracia del interés capitalista.

Es muy necesario ofrecer a los adolescentes y jóvenes ideales de vida grandes, generosos, exigentes; educarles en el amor y en la afectividad, enseñarles a vivir la belleza de la castidad entendida no como represión, sino como control y dominio de la sexualidad. Dejarles que se dediquen a pasarlo bien, sin frenos ni fronteras, sin esfuerzo y renuncia, sin privarse de nada que les apetezca, o facilitará nada el que un día pueden ser buenos esposos.

El amor matrimonial, que ya en la revelación mosaica se presentaba como signo del amor esponsal de Dios a su pueblo, se hace, en el Nuevo Testamento, signo del amor de Cristo a su Iglesia, por la que se entrega hasta la muerte y a la que, por el don del Santo Espíritu, convierte en su Cuerpo. En este contexto se sitúa el carácter, significado y eficacia del sacramento del matrimonio, siempre en referencia al amor de Dios y de Cristo.

El matrimonio cristiano quiere ser como una pequeña encarnación, una concreción doméstica de ese amor con que Cristo ama a la Iglesia y del amor con que Dios nos envuelve y nos mantiene en el océano de la vida. Hay que hacer de la familia una “iglesia doméstica”.

Desde esta perspectiva la sexualidad queda engrandecida y dignificada como lenguaje, vehículo y expresión de tal amor. No es algo exclusivamente biológico, afecta al núcleo íntimo de la persona. No es un encuentro accidental entre dos cuerpos, sino entre dos personas que se comunican y se funden en el amor. Es el lenguaje con que se expresa y realiza de la manera más elocuente la unión de dos personas en una sola carne.

No queremos convertirnos en jueces de nadie. Sólo Dios puede juzgar las conciencias. Pero nos duele que los hechos se conviertan en justificantes de una teoría que ensalza la libertad de dejar de amar por encima y en contra de la dinámica del amor, que demanda estabilidad, generosidad y fecundidad. El amor sería, como ya se ha apuntado, un puro sentimiento, y su duración sería la de los sentimientos, tan efímeros y cambiantes. Es éste el «evangelio» de la cultura dominante en buena parte de los medios de comunicación, pero no es ésta ciertamente la Buena Nueva del amor y del matrimonio anunciada por Nuestro Señor Jesucristo.

“Hay palabras, que sólo recobran su belleza y fecundidad originarias cuando, pasándolas por el alma, somos capaces de proferirlas en toda su verdad”. Sabemos que con la palabra “amor” se pueden decir muchas cosas: “Hoy te quiero mucho, hasta pasado mañana… Me junto contigo en tanto en cuanto esto funcione, mientras haya química entre nosotros, mientras sienta algo por ti”. Y los analistas de la sociedad nos pronostican que, tal y como van las cosas, para el año 2010, por cada matrimonio que se haga, otros se romperá.

Se puede tener solucionado el futuro material, que es importante; ocupar puestos relevantes en el mundo de los negocios, hablar lenguas, viajar, triunfar, pero sólo el amor nos hace realmente felices.

Las familias cristianas tienen la obligación de anunciar al mundo, con su manera de amar y de vivir, que la propuesta cristiana no es sólo una utopía realizable, sino que es la fuente de la más honda felicidad, que el amor es la verdadera sal de la tierra.