+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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26 de diciembre de 2009
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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]n el clima entrañable y familiar de la Navidad, la Iglesia nos invita a mirar, en este domingo, a la Sagrada Familia de Nazaret. La Palabra de Dios nos da orientaciones prácticas sobre el amor y respeto a los mayores; nos recuerda virtudes preciosas y nunca pasadas de moda para una convivencia feliz: la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión, el perdón… y, por encima de todo, resumiéndolo todo, el amor como ceñidor de la unidad consumada.
Nazaret es hogar y escuela de de cariño mutuo y servicio recíproco. Allí creció Jesús “en edad, en sabiduría y en gracia ante Dios y ante los hombres”, mientras María y José “meditaban todas estas cosas en su corazón”, sin comprenderlas del todo, pero dándoles vueltas en su interior, intentado que los acontecimientos les entregaran todo su sentido. «Que Nazaret nos enseñe el significado de la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable, lo dulce e irreemplazable que es su pedagogía y lo fundamental e incomparable que es su función en el plano social» (Pablo VI).
En el Evangelio vemos una escena familiar: un adolescente que peregrina con sus padres a Jerusalén, como lo hacían cada año. Un adolescente que, a primera vista, anda afirmando su autonomía hasta empezar a preocupar a sus padres: “Tu padre y yo te buscábamos angustiados”. Y unos padres que, poco a poco, tendrán que ir descubriendo que Jesús, antes que hijo suyo, es Hijo de Dios y que se debe a una misión que transciende los lazos de la carne y de la sangre: “¿No sabéis que yo tengo que estar en las cosas de mi Padre?”. Es significativo para este momento en que abundan las familias monoparentales recalcar la presencia necesaria del padre y de la madre. “Tu padre y yo te buscábamos angustiados”.
Es éste un día para felicitar a todos los que tienen la gracia de vivir la experiencia de una vida familiar gozosa. ¡Dichosos quienes, un día, os comprometisteis a vivir un compromiso de amor definitivo y lo seguís manteniendo contra viento y marea! El amor es simultáneamente don de Dios y tarea humana. «No es verdadero amante el que no está dispuesto a amar para siempre»-decía, hace muchos siglos, Eurípides.
El Derecho Romano ya definía a la familia como «seminarium reipublicae» -semillero de la futura sociedad-. La Declaración Universal de los Derechos Humanos proclama que la familia es el elemento central y fundamental de la sociedad. Todas las encuestas manifiestan de manera unánime que la familia es la institución más valorada de la sociedad, incluso entre los jóvenes. Y sin embargo, parece que están en desuso dimensiones tan importantes como la fidelidad conyugal, la paternidad y la maternidad. Hasta se ponen al mismo nivel que la unión del hombre y la mujer formas de cohabitación nuevas, más o menos pasajeras, más bien menos que más. Incluso en nuestra jerga habitual la palabra «pareja», tan ambigua e imprecisa, va relegando al olvido la de «matrimonio», tan precisa y preciosa.
Seguramente tiene mucho que ver con ello la nueva cultura sexual, que disocia amor y sexualidad. Ésta puede ser muy bien un mero juego, sin tener que ser informada por el amor, la comunión y el compromiso; reducida a un puro producto de consumo y de placer. Se enseña a los jóvenes, como postulado indiscutible, y sin matices, el derecho a ser sexualmente activos, sin un reconocimiento de la dimensión interpersonal honda de la sexualidad humana. Vale todo, hasta las relaciones más promiscuas, con tal de que sean seguras frente al embarazo o el sida. La dimensión oblativa, el lenguaje del sexo, lenguaje del cuerpo y del alma, lenguaje supremo del amor, suenan a antigualla, sin caer en la cuenta de que cuando al otro se le ama sólo por la utilidad que reporta se le rebaja a nivel de objeto, o que el fomento indiscriminado de ciertos comportamientos trivializa de tal modo la relación interpersonal que incapacita a la larga para vivir fidelidades profundas o compromisos definitivos.
Sería triste que mañana tuviéramos que arrepentirnos de algunos modos de entender y tratar el tema afectivo como aquel en el que «todo vale», hasta considerar el matrimonio estable como lo viejo, lo pasado, como prototipo y síntesis de esclavitudes, mientras que lo moderno, lo libre, lo progresista fuera cambiar de pareja una, dos, tres veces, o las que haga falta. Las consecuencias sobre los hijos en los planos afectivo, educacional, religioso, económico y social seguramente sean, a la corta y la larga, más graves de lo que parece.
¿Qué servicio pueden prestar las familias cristianas, en cuanto tales, a nuestra sociedad?: En primer lugar, anunciar la realidad de la familia no como desgracia, sino como Buena Noticia. En segundo lugar, afirmar la belleza de un amor capaz de hacer de los esposos una sola carne, “como una fuerza moral intensa que busca el bien del otro, incluso a costa del propio sacrificio” (Juan Pablo II). En tercer lugar, que sintieran el gozo de sentirse prolongadores de la acción creadora de Dios en un mundo en que se maltrata la vida. En cuarto lugar, frente al individualismo que reduce al hombre a un puñado de deseos insaciables, que fueran escuelas del más rico humanismo, donde cada uno es querido, valorado y escuchado por sí mismo; que fueran sacramento de fraternidad universal. Que, en definitiva, lo constitutivo de la familia de Nazaret sea una realidad diariamente actualizada en cada famita cristiana.