+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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11 de noviembre de 2017

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]C[/fusion_dropcap]elebramos hoy el Día de la Iglesia diocesana. Lo hacemos con un lema, que venimos repitiendo año tras año: “Somos una gran familia contigo”.

Venimos a este mundo en una familia que nos acoge con ternura y amor. La familia es lo primero que encontramos y lo último de que nos despedimos. En la familia crecemos, somos educados, absorbemos los valores que configuran nuestra existencia. A pesar de encontrarnos en un momento histórico en que la familia no es protegida ni estimada siempre ni por todos, no hay sondeo de opinión que no señale la altísima estima de que goza la familia.

Dios, que en sí mismo es amor, relación, comunión de personas, nos hizo a su imagen y semejanza, para ser y hacer familia: “Creó Dios al hombre a su imagen y semejanza…, hombre y mujer los creó” (Gn,1,27). Por eso, en el corazón de cada hombre y de cada mujer se alberga un deseo de plenitud que solo se alcanza en el encuentro y la comunión de vida y amor con el otro, con los otros, con Dios.

Lo de la Iglesia-familia no es, pues, algo coyuntural u opcional; responde a la voluntad creadora del Dios que es amor, y que nos hizo para vivir en el amor. El Concilio Vaticano II dice que la Iglesia “es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad del género humano” (LG,1).

En esta Iglesia de Albacetehabéis nacido muchos de vosotros a la fe; aquí vuestra vida cristiana es alimentada en la mesa de la Palabra y de la Eucaristía; aquí os habéis unido en matrimonio para formar una familia cristiana; aquí sois fortalecidos con la esperanza de la vida eterna. A pesar de nuestros pecados, somos una buena familia, que, a la vez que intentamos vivir nuestra fraternidad eclesial como miembros de un mismo cuerpo, queremos colaborar para hacer de este mundo la gran familia de los hijos de Dios. Nuestra Iglesia, por eso, abre los brazos a todos, empezando por los más necesitados, sin limitación ninguna por razones de religión, color o estado social. Queremos ofrecer a todos, sin ningún tipo de imposición, la alegría del Evangelio, como un don que también nosotros hemos recibido. El tesoro del Evangelio es capaz de cambiar el corazón del hombre y el mundo.

Hay todavía muchas personas que no han tenido la oportunidad de conocer a Cristo. Y hay un número importante de bautizados en quienes se ha ido deteriorando la relación con Dios y con la Iglesia, necesitados, pues, de una nueva evangelización. Por eso estamos empeñados en la Misión Diocesana, aprendiendo a ser discípulos-misioneros. Porque poco podría lograr nuestra Iglesia sin los presbíteros y los diáconos, sin la riqueza de la vida consagrada, que es como la caricia de Dios a los pobres; sin los numerosos fieles laicos, que sois la cantera inagotable de colaboradores generosos en las variadas y numerosas tareas de nuestras parroquias e instituciones.

Queremos hacer cada día más real lo de ser una gran familia contigo, con cada uno de los diocesanos. Y, al decir “contigo”, queremos decir, sencillamente, que te necesitamos, que eres parte nuestra, miembro del mismo cuerpo, como diría san Pablo. Esta Jornada anual pretende eso, ayudarnos a avanzar en el sentido de pertenencia, de corresponsabilidad y de colaboración. En medio de la intemperie espiritual en que nos toca vivir, queremos llevar adelante, entre todos, como familia diocesana, el encargo que Jesús nos dejó como herencia y tarea a la Iglesia.

Agradezco la generosidad de tantos que ofrecéis vuestra persona, vuestro tiempo y vuestra ayuda económica para la vitalidad y mantenimiento de nuestra Iglesia. ¡Gracias!