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8 de agosto de 2009
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El evangelista Juan nos presenta dos discursos con los que Jesús ayuda a interpretar el milagro de la multiplicación de los panes y los peces (Jn 6, 1-15). El evangelio de este domingo nos traslada una vez más a orillas del lago de Galilea, allí Jesús mantiene un diálogo con la gente. En un momento de esa conversación Jesús les dice: «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre». Y más adelante continúa: «el que escucha lo que dice el Padre y aprende, viene a mí».
Nuestra vida es un camino hacia Dios, que recorremos fortalecidos con el pan de la Eucaristía: “Yo soy el pan que ha bajado del cielo”. Pero qué ocurre cuando organizamos nuestra vida de espaldas a Dios. Dios va quedando ahí como algo poco importante que arrinconamos en un lugar olvidado de nuestra vida, y que solamente, en algunos momentos volvemos a desempolvarlo para un uso momentáneo.
Cada vez perdemos más nuestra capacidad para escuchar a Dios. Dios sigue hablando en el fondo de nuestra conciencia pero nosotros, llenos de ruido y distracciones no sabemos percibir su presencia callada en nosotros. Nos creemos autosuficientes, nos decimos libres y sin embargo, sin Dios, nos vemos vacíos.
Quizás sea ésta nuestra mayor tragedia. Estamos arrojando a Dios de nuestro corazón. Nos resistimos a escuchar su llamada. Nos ocultamos a su mirada amorosa. Preferimos «otros dioses» con quienes vivir de manera más cómoda y menos responsable.
Sin embargo, sin Dios en el corazón, quedamos como perdidos. Ya no sabemos de dónde venimos y hacia dónde vamos. No reconocemos qué es lo esencial y qué lo poco importante. Nos cansamos buscando seguridad y paz, pero nuestro corazón sigue inquieto e inseguro.
Se nos ha olvidado que la paz, la verdad y el amor se despiertan en nosotros cuando nos dejamos guiar por Dios. Todo cobra entonces nueva luz. Todo se empieza a ver de otra manera más amable y esperanzada.
Dios no ha sido para muchos “Buena Noticia”. Muchos no viven la religión como gracia, liberación, alivio, fuerza y alegría para vivir. Dios sigue en el fondo de muchas conciencias como un Ser amenazador y exigente que hace más incómoda la vida y más pesada la existencia. En muchos ambientes de nuestra sociedad ronda la oscura convicción de que Dios es una presencia opresora que es necesario eliminar para vivir y gozar plenamente de la vida.
El Dios que se nos revela en Jesucristo es un Dios que interviene en la historia del hombre sólo para salvar, para liberar, para potenciar y elevar la vida de los hombres. Un Dios que está siempre del lado del hombre frente al mal que lo oprime, lo desintegra y deshumaniza. Dios quiere únicamente el bien del hombre. Jesús ofrece los signos de este Dios, signos liberadores, que nos muestran el verdadero ser de Dios.
Hace ya algunos años, el concilio Vaticano II hablaba de la «conciencia» como «el núcleo más secreto» del ser humano, el «sagrario» en el que la persona «se siente a solas con Dios», un espacio interior donde «la voz de Dios resuena en su recinto más íntimo». Bajar hasta el fondo de esta conciencia, escuchar los anhelos más nobles del corazón, es el camino más sencillo para escuchar a Dios. Quien escucha esa voz interior, se sentirá atraído hacia Jesús.
Dejemos que Jesús sea nuestro Pan de vida que ha bajado del cielo. Que sea nuestra referencia para vivir y que nos guíe en nuestro camino. Que sea la luz en los momentos de oscuridad y cansancio, de esperanza ante la falta de aliento. Mirémosle a Él, que infunda ilusión en nuestras vidas. Que en medio de nuestras prisas e impaciencias, nos dé el sosiego y la paz para dejar que su Palabra alumbre nuestro camino.
Ignacio Requena Tomás
Párroco de Elche de la Sierra