Juan Iniesta Sáez

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8 de mayo de 2021

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Se suele considerar que la perfección del amor consiste en hacer el bien sin mirar a quién. Y ciertamente, esa es una actitud loable, y el mundo sería un lugar mejor si todos tuviésemos ese tipo de comportamiento de un modo habitual. Pero el fragmento del Evangelio que nos propone la liturgia de este Domingo no nos habla sólo de un amor digno de ser considerado, sino del amor más grande.

“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Hay un amor más grande que el desinteresado amor del filántropo, que hace el bien sin esperar nada a cambio, por el mero hecho de que aquel que recibe los frutos de ese amor es otro ser humano, otra persona con la misma dignidad y valor que él mismo.

Y ése es, curiosamente, un amor interesado. Sí, paradójicamente, la plenitud del amor, el amor más grande y más perfecto es un amor interesado. Sí. Porque es un amor de comunión, y por eso, un amor que, ¡eso sí!, desde la gratuidad y el entregarse sin límites, busca a la vez el ser correspondido, espera reciprocidad. Y ese amor no se da meramente entre personas y por el hecho de ser personas. De da, en un nivel superior de compromiso, entre hermanos (hermanos porque somos hijos del mismo Dios, del “Dios es amor” de San Juan), amor entre amigos, como dice Jesús; y es que incluso en su etimología, amor y amistad tienen una misma raíz.

Dice alguno de los teólogos más importantes de nuestro tiempo, parafraseando a San Juan y su “el nombre de Dios es Amor”, que “el nombre de Dios es relación”. Y es que no existe verdadero amor de Caridad en abstracto. Se quiere, yo quiero, a esta persona, a ésta en concreto y con un amor concreto (que obras son amores…). Con un amor que vincula profundamente, que crea relación, en libertad y nunca de un modo dominador (“no os llamo siervos…”). Un amor a imagen del Amor más hermoso. No podemos desear nada mejor. No hay ningún proyecto mejor que ese de amar al modo de Jesús, como para comprometer toda una vida en ello.