+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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30 de mayo de 2020

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l Congreso Nacional de Laicos, celebrado en Madrid el pasado mes de febrero, fue para todos, laicos, vida consagrada y ordenados, juntos y en comunión, un renovado Pentecostés, una efusión potente del Espíritu para toda la Iglesia en España, en la cual los laicos ocupan el grupo evangelizador más numeroso. Pentecostés es su fiesta y, unidos a ellos, queremos celebrarla.

Por ese motivo, con la solemnidad de Pentecostés, llega a su plenitud el tiempo pascual. Con el don del Espíritu Santo, se derrama el amor de Dios sobre toda la Creación y baja a lo más profundo del corazón de cada persona comunicándole la Verdad, la enseñanza de Jesús: …, “pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho” (Jn. 14,26).

El “viento recio” y la “lenguas, como llamaradas” (Hch. 2,2-3), son imágenes muy elocuentes para expresar la fuerza irresistible, la universalidad y la profundidad de lo que sucede. Es una acción que ocasiona una transformación comparable con una segunda creación; estamos frente a tal inundación de gracia, que derriba toda barrera entre el cielo y la tierra e instaura una nueva comunión. Inaugura un tiempo nuevo, el tiempo de la Iglesia, tiempo de un permanente Pentecostés, que siempre reclama en los hijos de la Iglesia la apertura, la fe, la docilidad a la obra del Espíritu en cada momento y en cada uno. También, ahora, a nosotros, se nos pide esto: dejarnos transformar por el Espíritu Santo.

El día de Pentecostés los discípulos sienten arder en su corazón el deseo de convertirse en misioneros del Evangelio. Hoy, si nos dejamos transformar por Él, sentiremos la alegría de habernos encontrado con el Señor Resucitado, de conocerle, y sentiremos la necesidad de compartir la buena noticia de su amor a tantos contemporáneos nuestros que parecen sumidos en el descontento y en la mayor pobreza, la de no conocerle a Él.

El día de Pentecostés nace la Iglesia y nace misionera, encendida de fe en el Resucitado, hablando en calles y plazas, para todos, sin barreras de razas ni lenguas, católica —universal y abierta desde la cuna. Y nace en pequeñez, como la pequeña semilla de mostaza en un campo sin límites, y habla desde la boca del ser humano cuya sabiduría procede del Señor, y cuya fuerza es el amor y la misericordia de Él hacia una humanidad por la que ha dado la vida.

Como en cada época de su historia, la Iglesia necesita del Espíritu Santo de forma total y absoluta, necesita seguir naciendo de Pentecostés. También hoy, de modo especial hoy, es tiempo en el que tantos hombres y mujeres, sin decirlo, miran hacia la Iglesia, hacia nosotros, gritando con su mirada: “queremos ver a Jesús”(Jn. 12, 21).

Hoy es tiempo de apóstoles. La humanidad necesita apóstoles, la Iglesia está falta de apóstoles. Y esta necesidad urge a todos, especialmente a nuestro laicado. Hoy es Pentecostés, tiempo de apóstoles, es muy oportuno recordar este día como “Día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar”.

Qué lástima cuando vivimos y hablamos desde la auto-referencialidad y el propio “círculo”: “mi grupo”, “los míos”. Cuando no remamos juntos, haciendo Iglesia unida y misionera, nos alejamos de Pentecostés y pagamos el precio de nuestra esterilidad y de la dramática increencia que nos rodea. Pidamos la permanente conversión y la salida de nosotros mismos y de nuestros pequeños círculos eclesiales para ser Iglesia unida, abierta, misionera, portadora en cada uno de nosotros de la “alegría del Evangelio”, como nos pide con fuerza y constancia el papa Francisco, el sucesor de aquel mismo Pedro que gritó la fe en el Resucitado a todo el mundo presente en Jerusalén, el día de Pentecostés.

Recemos con fuerza especial estos días al Espíritu Santo para que nos ilumine, nos encienda, nos empuje a la misión, a todos, y, especialmente, al laicado de nuestras diócesis, parroquias, movimientos y asociaciones. Ser apóstoles, ser instrumentos de unión, estar, con nuestras limitaciones y pobrezas, entusiasmados por el Evangelio del Señor Jesús, y lanzados a sembrarlo en un mundo tan necesitado, es abrirnos a la obra del Espíritu que es el único que puede hacer fecunda nuestra vida y nuestra Iglesia.

Que María, la llena de gracia, Madre de la Iglesia, interceda ante su Hijo para que nos sea enviado el Espíritu Santo, haciéndonos vino nuevo que transforme nuestro mundo con la alegría del Evangelio, y haga a nuestros laicos “testigos de la Misericordia”.