Fco. Javier Avilés Jiménez

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12 de enero de 2013

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He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor» (Novo Millennio inenunte 57). [Benedicto XVI, Porta Fidei 6]

El Papa manifiesta que convoca el Año de la Fe para conmemorar el 50 aniversario del concilio Vaticano II (11 de octubre de 1962) y el 20 del Catecismo de la Iglesia Católica (11 de octubre de 1992) Pero reconoce también el Papa que la importancia capital le corresponde al Concilio, del que el Catecismo sería un fruto logrado. Y cita a su predecesor Juan Pablo II cuando dice de los textos conciliares que «no pierden su valor ni su esplendor.

Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza» Esplendor, la gran gracia, brújula… todo eso es el concilio. Y aunque tanto Juan Pablo II como Benedicto XVI precisan que es necesaria una correcta interpretación del concilio, se le interprete como se le interprete, sus textos y su espíritu, sus normas y su orientación apuntan hacia la renovación de la Iglesia para, siendo fiel a la Palabra de Dios y la tradición, servir mejor a la humanidad. Por eso el Año de la Fe tiene como uno de sus objetivos y una de sus acciones favorecer el mejor conocimiento del concilio Vaticano II.