Antonio Escudero

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2 de febrero de 2025

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Un siglo de edad y 77 años de sacerdote (ordenado en 1948) son muchos años. La vida de D. Ángel Lagunas Calderero, desde su Ciudad Rodrigo (Salamanca) natal hasta la residencia sacerdotal de Albacete, donde falleció, ha dejado un fecundo legado apostólico.

Fue monaguillo en el convento de las Carmelitas Descalzas, cercano a su casa (su hermano fue carmelita muchos años en América). A los 14 años entró en el Seminario. Por sus cualidades, fue nombrado secretario del obispo Yurramendi y, posteriormente, desempeñó su labor como párroco en varios lugares de su diócesis natal.

En los años 50, durante un viaje a Alicante para visitar un compañero sacerdote, hizo parada en Albacete. Al saludar al obispo Tabera, este le animó a presentarse a las oposiciones de canónigo de la S.I. Catedral, lo que le llevó a establecerse definitivamente en nuestra ciudad.

Su labor pastoral parroquial se extendió durante 45 años (que se dice pronto) en la parroquia de La Asunción, que levantó de nueva planta. Permaneció allí hasta 1999, año en que, ya jubilado, se entregó a la parroquia de la Sagrada Familia, colaborando en las labores de culto, Cáritas y Vida Ascendente durante más de 15 años. Incluso a los 90 años, desde su domicilio, continuaba celebrando la Eucaristía en la Catedral, hasta su traslado a la Casa Sacerdotal.

Muchos jóvenes le deben gratitud, desde los de Acción Católica (1956) hasta los de Cursillos de Cristiandad (1957), por su entrega en los primeros tiempos de la joven diócesis recién creada. D. Ángel fue un testigo vivo de esos inicios, destacando por su dedicación al apostolado que hoy conocemos como “Primer Anuncio”, tan necesario entonces como ahora. También desempeñó durante muchos años el cargo de consiliario diocesano de Vida Ascendente, contribuyendo con su impulso a la revitalización actual de este movimiento.

D. Ángel fue siempre un sacerdote entregado, alegre y servicial, un hombre de gran sentido común, que mantuvo hasta el final de su vida. Aunque de pocas palabras siempre terminaba la conversación con alguna gracia, fruto de su aguda capacidad de observación. Vivió con austeridad, reflejada tanto en su estilo de vida (incluso con un cenicero en el despacho parroquial) como en su acento, propio de un castellano viejo. Amante del canto litúrgico y de la catequesis, utilizó los medios a su alcance, como aquellas primeras diapositivas, para enseñar y evangelizar.

Varios jóvenes que llegamos a ordenarnos sacerdotes pertenecimos a su parroquia. Conocía a nuestras familias como párroco y todos guardamos anécdotas personales de su paso por nuestras vidas. Su preocupación y oración por cada uno de nosotros fueron constantes hasta el final. Ahora, con gratitud y cariño, le pedimos todos: Ora pro nobis.