Pablo Bermejo
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1 de diciembre de 2007
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“No hay viento favorable para quien no sabe adónde va”, frase atribuida por unos a Platón, por otros a Séneca y por unos pocos a Guillermo de Orange, es, sin importar el autor original, la máxima que simboliza la vida ambulante de muchas personas destinadas a mejor vida de la que acaban encontrando.
En concreto me refiero a un buen amigo mío con el que he ido a clase desde el instituto y durante toda la carrera. Desde siempre había despuntado en sus notas y parecía realmente modesto cuando alguien le alababa o le felicitaba por sus resultados. Recuerdo que el primer año de carrera se enfadaba cada vez que su tío le recomendaba: “tú haz fama y luego échate a dormir”, él no quería que le regalasen nada sino conseguir cada premio o matrícula de honor como fruto de su esfuerzo. Cuando quedaban pocos meses para finalizar la carrera comenzó a aumentar su angustia respecto a su futuro. No sabía qué quería hacer con su vida y tenía miedo de que sus habilidades se limitaran al estudio.
Yo, más torpe que él, no le entendí hasta que también trabajé en la empresa privada. El caso es que, por lo que me ha contado más tarde, finalmente decidió no opositar porque creía que eso significaba estancarse y buscó trabajo en Madrid. Se fue con mucha ilusión y ganas de llegar lo más alto en el menor tiempo posible, pero se encontró en una oficina de mesas divididas por regletas haciendo un trabajo automático para el que sólo un año de carrera habría sido suficiente. Además, sin él haberlo sospechado nunca, echaba de menos que le felicitaran o que sus compañeros supieran lo inteligente que era y lo capaz que era de realizar cualquier tarea. Llegaba triste todos los días a su piso compartido con el tipo más guarro de Madrid y no le consolaba que todos sus conocidos también estuvieran descontentos con sus trabajos respectivos.
Siempre ha sido muy valiente, así que al tercer mes comenzó a buscar otro trabajo y en seguida estaba en una sala igual que la anterior pero además con un jefe cuya única tarea parecía que era pasearse por la oficina y quedarse uno segundos detrás de las sillas de los trabajadores para inyectar un poco de presión innecesaria. Su jefe nunca le sonreía, y eso le afectaba. Toda su vida había percibido a sus superiores como personas entrañables en quien se podía confiar, y ahora se encontraba en un mundo hostil y sin acolchar. Cayó en algo que no me atrevería a llamar depresión pero sí un estado anímico bastante bajo. Los sábados que volvía a Albacete me contaba tomando un café que no sabía si existía algún trabajo que pudiera hacerle sentirse feliz.
Yo, que aún no había trabajado, no sabía cómo contestarle. Actualmente es funcionario de la Junta de Castilla-La Mancha y, como ahí tampoco está feliz, acaba de matricularse de los cursos de doctorado, aunque tampoco estoy seguro de que eso le complete. Ninguno de los dos tenemos muy claro qué es lo que pasa por su alma; quizás, nos centramos tanto en una etapa actual de nuestra vida que somos incapaces de planear, o prever, cómo adaptarnos con éxito a lo que está por venir.