Pablo Bermejo

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9 de agosto de 2008

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Un día en clase de Religión nuestro profesor nos contó que había asistido a un mendigo en sus últimos momentos de vida. Nos decía que en un momento este mendigo se miró a las manos y decía: “¿Qué hecho con mi vida?”.

¿Qué hecho con mi vida?, es una pregunta que todos nos hacemos de vez en cuando. Es una interrogación tan poderosa que incluso puede asustar. Me imagino que debe de ser terrible sabernos en las puertas de la muerte, observar nuestras manos y hacernos esa pregunta. Nuestras manos, tan familiares, cuántas veces las hemos mirado de cerca aunque fuera por aburrimiento. Con ellas realizamos tan directamente nuestra voluntad que no es extraño que para pensar en su vida ese mendigo las mirase tan atento.

Cuando esta pregunta asalta nuestras vidas es difícil sentirse satisfecho. No sólo eso, sino que además cuanto más conscientes somos de la necesidad de realizar un buen trabajo en esta vida más sensación tenemos de que podríamos haber hecho más. En sus Pensamientos, decía Pascal: “el hombre forma parte del Infinito, y sin embargo no le suma nada”. Es este pensamiento pesimista lo que nos puede llevar a no movernos, a no luchar y no intentar cambiar las cosas. Si no pensásemos en lo que sumamos en el infinito, y pudiéramos sentir el alivio inmenso que damos a un amigo o vecino al, por ejemplo, ayudarle en una situación desesperada, a nuestras manos les saldrían callos de ayudar una y otra vez. Si no pensáramos en lo poco que cambia el mundo al escuchar a alguien sino en cuánto ayudamos a esa persona… nos daríamos cuenta que no hacen falta grandes empresas para realizar grandes obras.

Que a base de hacer, nos salgan callos en las manos, en los oídos, en la boca,… Que cuando nos preguntemos ¿Qué he hecho con mi vida?, al menos sepamos que no nos hemos quedado quietos, sintiéndonos insignificantes.

Decía Descartes: “Pienso, luego soy”. Que nosotros digamos: “Hago, luego soy. Y me siento satisfecho y reconocido cuando miro mis manos”.

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