Juan Iniesta Sáez

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1 de febrero de 2020

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El autor de la Carta a los Hebreos define a Jesucristo como el Sumo Sacerdote misericordioso y digno de fe. Si el Papa Francisco nos ha ayudado con el reciente jubileo de la Misericordia a poner el acento en la primera parte de esa afirmación (“el nombre de Dios es Misericordia”), esta celebración de la Presentación del Señor, que contemplamos en este domingo, nos hace ver que otro nombre adecuado para Dios es el de “el cumplidor de promesas”.

“Ahora, Señor, según tu promesa…” son las primeras palabras con las que el anciano Simeón manifiesta en el Evangelio su alegría ante el encuentro con el Niño Dios. Los seres humanos tenemos necesidad de la fe, no sólo como una virtud teologal sino, también y casi antes, como una realidad natural: no podemos experimentarlo todo, comprobarlo todo, contarlo, medirlo y pesarlo todo. Tenemos que fiarnos.

Fiarse implica adoptar una posición de desventaja y, por eso, nos resulta incómodo. No me apoyo en mis certezas (¡como si éstas fuesen infalibles!) sino que tengo que otorgar mi confianza a algo o alguien externo a mí, que escapa de mi control.

Por eso, medimos y sopesamos bien a quién le damos nuestra confianza y en qué medida lo hacemos. Tiene que ser alguien digno de fe aquél que nos mueva a tranquilidad cuando ponemos en sus manos nuestras preocupaciones, nuestros cansancios o nuestros anhelos. En la promesa, las ilusiones ante su cumplimiento hacen que el hecho sea ya real, aunque todavía no podamos tocarlo con las manos. La promesa es un ya pero todavía no. Ciertamente, todavía no: el Jesús de la escena de la Presentación es un infante sin capacidad de nada. Pero ya. Ya porque Dios cumple su promesa de caminar a nuestro lado, y no como mero compañero de camino sino implicándose totalmente en nuestras cosas. Uno como nosotros. Desde ya, desde esa implicación, todo lo que me pueda pasar está tocado por la mano de Dios. Su presencia me conforta, me anima a seguir en la brecha. Desde ya, podemos confiar en su Palabra que se cumple para nuestra vida porque nuestro Dios es digno de fe.