Juan Iniesta Sáez
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25 de abril de 2020
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El relato de los discípulos de Emaús es, posiblemente, aquél con el que más nos sentimos interpelados de todos los que recogen los Evangelios en este tiempo posterior a la Resurrección en el que Jesucristo se muestra prolijo y cercano en el encuentro con sus discípulos. Nos llama poderosamente la atención y nos sirve como pequeño examen de conciencia la actitud derrotada, en retirada (se puede entender que los de Emaús están plenamente justificados para vivirlo así) de aquellos que conocieron de cerca al Mesías, al que traía la libertad, y que ya suman el tercer día desde que sucumbió. Muere el Cristo, y con él todos los proyectos que tenían montados en torno al Mesías sus numerosos seguidores.
Todos esos secuaces, todos, empezando por los Apóstoles que en la Última Cena aún discutían por el puesto más importante, y acabando por cualquiera que hubiera conocido a Jesús y tomado la decisión de apostar por Él, todos necesitaban hacer el camino de Emaús. Todos necesitaban (¡necesitamos!) participar de una segunda conversión. La primera llega en ese proceso en el que vamos conociendo, en un encuentro personal y cercano, auténtico y cargado de ilusión, al Dios personal manifestado en Jesucristo. Pero… Pero esa primera imagen muy a menudo necesita revisión, necesita resituarse, necesita re-conversión.
Los traspiés y los muchos tumbos que en la vida vamos dando, como personas, como cristianos y miembros de la Iglesia, e incluso en nuestra relación íntima con Dios, nos llevan frecuentemente a la desilusión, al desengaño y hasta a la desesperanza. Y la ceguera se apodera de nosotros. Ceguera de quien no es capaz de salir de su egocentrismo, de su autorreferencialidad, que dice Francisco, para ir más allá; para ser más de Cristo, quien nos manifiesta la verdad de Dios y por tanto la verdad del hombre: el ser-para. ¡Qué magnifica debió de ser la catequesis que nos omite el evangelista! “Les fue explicando lo que se refería a Él en las Escrituras”. Y con esa explicación, con ese partir la Palabra, que fue seguido con el partir el pan, se les abrieron, no ya los ojos, sino sobre todo el corazón. “¿No ardía…?” Estamos en tiempo de confinamiento, tiempo en el que valoramos la participación de la Eucaristía por contraste, por lo mucho que nos falta. Querríamos comulgar del Cuerpo del Salvador, ése que Él mismo parte y reparte entre los suyos. Tenemos otra oportunidad, la de re-descubrir el valor de la Palabra proclamada. Profundizar, orientados por el Espíritu del Señor, en el conocimiento de su Escritura, para participar también de esa explicación que el mismo Jesucristo dedica a los de Emaús. Cristo sigue llamando a nuestro corazón. Quiere calentarlo. Quiere volver a ilusionarnos y ponernos en camino de regreso, al encuentro con la comunidad que testimonia la Resurrección. “Era verdad”, dicen los Apóstoles al recibir de vuelta a los de Emaús. Que la fe nos abra los ojos, para ver y reconocer a Dios y su proyecto para nosotros, también en estos tiempos de aparente derrotismo y desesperanza.