+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
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24 de mayo de 2008
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A diferencia de los otros tres evangelistas, san Juan no cuenta la institución de la Eucaristía en la tarde del Jueves Santo, sino el lavatorio de los pies. Sin embargo, tras el milagro de la multiplicación del pan, con el que Jesús da de comer a una multitud hambrienta, el evangelista pone en boca de Jesús un largo discurso sobre “el Pan de Vida”, del que leeremos algunos fragmentos en la fiesta del Corpus.
Para la cultura mediterránea el pan es algo tan básico que se ha convertido en prototipo y símbolo de la alimentación. Qué bien lo decía el bueno de Berceo escribiendo sobre el sacrifico de la Misa: “Todo el comer nombramos cuando el pan decimos”. El pan es símbolo también de la vida.
Jesús, movido a compasión, se preocupó de las necesidades inmediatas de la gente. Ahí está la multiplicación del pan para dar de comer a la multitud que le seguía, el dar vista a los ciegos o hacer andar a los cojos y paralíticos. Pero sabía que en el corazón del hombre existen otras hambres y otras necesidades más hondas que el mismo comer. Por eso, se presenta como Pan de vida, como Luz y Salvación.
¿Qué es vivir para nosotros? ¿Qué tipo de anemias espirituales nos aquejan? ¿Qué alimenta y da sentido a nuestra vida?: “El pan que yo os daré es mi carne para la vida del mundo”. La carne, en sentido bíblico, es más que el compuesto orgánico material, es la totalidad de la persona. El pan que Jesús da es él mismo. Comer la carne y beber la sangre de Jesús es entrar en comunión con su amor, con su entrega, con el don de sí mismo, con su muerte y con su vida resucitada y gloriosa.
“El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mi y yo en él”. “Permanecer” es una palabra muy querida por san Juan. Es un tema largamente desarrollado por el evangelista en la tarde del Jueves Santo con la alegoría de la “vid”. “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: el que permanece en mí da frutos en abundancia, porque, sin mí, no podéis hacer nada”. Son las palabras más pretenciosas que un hombre jamás haya pronunciado. Palabras escandalosas, si no fueran divinas.
“Comer la carne y beber la sangre”… Cuando Juan escribía estas cosas hacía unos sesenta años que los cristianos venían celebrando la comida mística de la Eucaristía. Efectivamente, en la misa hay dos signos distintos: el pan, materia sólida que haya que masticar; el vino, materia líquida que hay que beber. ¡Cómo no pensar, al hablar de la sangre derramada, en la manera en que Jesús ha muerto en la cruz! La misa nos remite al Gólgota, al sacrifico cruento de quien se ha dado por amor hasta la muerte. Comulgar con Jesús no puede reducirse a una fracción de unos minutos; abarca el transcurrir de nuestras vidas entregadas por amor. La comunión eucarística no tiene sentido si no alimenta una comunión existencial.
“Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así el que me come vivirá por mí” La Eucaristía bien vivida nos cristifica. Es elocuente la imagen de la asimilación del alimento. En el ciclo de la naturaleza, siempre el superior asimila al inferior: el vegetal trasforma en sustancia propia la materia inorgánica; y lo mismo hace el animal con los vegetales de que se alimenta. Así Cristo nos asimila a él mismo, como explicaba a sus fieles san Agustín.
La Eucaristía no es algo inocuo, puro deleite espiritualista e intimista. Tiene fuerza transformadora, revolucionaria. A lo largo de la historia del cristianismo, de la Eucaristía han brotado los gestos más gratuitos de entrega y de servicio. Por la fuerza de la Eucaristía, cuando ésta es bien vivida, se han escrito los gestos de más exquisitos humanismo. Si viviéramos bien la Eucaristía seguramente volveríamos a ver cómo el pan se parte, se multiplica y se comparte en nuestras manos.
Si en el Jueves Santo celebramos con gratitud y asombro la institución de la Eucaristía como memorial de la entrega de Jesús hasta la muerte, el día del Corpus proclamamos y adoramos con gozo la presencia de Cristo en el pan y vino eucarísticos. Por eso, la gente sencilla de nuestros pueblos adorna los balcones, alfombra las calles de tomillo y romero o lanza pétalos de rosas al paso de la custodia. En algunos lugares de nuestra Diócesis, las alfombras con que adornan primorosamente las calles se han hecho famosas, como verdaderas obras de arte.
Ofrezcamos hoy nuestro homenaje al Señor, que quiso quedarse con nosotros en la Eucaristía, reconozcamos su presencia sacramental en los símbolos eucarísticos. Y no olvidemos el compromiso de amor que brota de la Eucaristía. Por ser la fiesta de la Eucaristía es el Día nacional de Caridad. En la media en que vivamos más intensamente la Eucaristía, nuestra Caridad será más vigorosa.