Fco. Javier Avilés Jiménez
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16 de enero de 2016
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Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. (Misericordiae Vultus 2)
Si Dios es más que una idea, si lo que de su inefable grandeza percibe nuestra fe a través de Cristo, es su carácter personal y personalizador, entonces creer en Dios será siempre hablar con Él, sentirle como un Tú, tratarle con intimidad, corresponderle como parte de ese diálogo permanente que es la vida. La relación de Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, con la creación y cada uno de nosotros se urde con las mismas mimbres amorosas, que Dios mismo es y de las que todo procede y a las que todo tiende para llegar a ser.
Contemplar su misericordia es reconocerle en las ocasiones en las que pudimos palpar los lazos que nos unen y nos impiden permanecer indiferentes en un aristocrático egoísmo. No, este amor nos complica la vida y nos replica cuando pretendemos ahuyentar la presencia de los otros y sus problemas. La misericordia que nombra a Dios como lo hiciera la voz desde la zarza ardiente (Ex 3), nombra al mismo tiempo al prójimo y sus demandas de reconocimiento y solidaridad. Esta contemplación del ser relacional de Dios, de su personal intervención en la trama de la historia universal e individual, nos muestra que Él está siempre volcado hacia el destino de todos sus hijos, con voluntad de que sea un destino de salvación.
Contemplar que Dios es amor en movimiento es encontrar todas las razones y las motivaciones para rechazar el absurdo y embarcarnos en la prometedora empresa de formar parte todos de la misma historia y compartir con todos la promesa luminosa del amor que Dios nos quiere dar. Luego el misterio divino lo es también de la humanidad y su común destino.