Antonio García Ramírez
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11 de mayo de 2025
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Primero, conocer. Uno de los graves errores de cualquier pastoral en la que queramos trabajar consiste en no conocer lo suficiente la realidad que se desea transformar. Con ideas preconcebidas intentamos que la gente y sus circunstancias se adapten a nuestros propósitos e ideales, algunos de ellos superfluos e innecesarios. Todo lo contrario del ejemplo de Jesús, que llamó a sus discípulos por su nombre y desde la realidad en la que se encontraban. Los conocía y los amaba, respetando sus procesos y nunca anulando su libertad ni responsabilidad.
Segundo, mostrar comunión. El mensaje central de la predicación de Jesús es el amor de Dios a su pueblo. Un amor que es comunión entre Él y Dios Padre, que visibiliza la comunión de Dios Pastor con la comunidad eclesial. Una comunidad que se congrega, que comparte, que siente realmente el amor primero que la une. Una experiencia de gracia que no se puede sustituir por imperativos ni reglas. Sin amor, la Iglesia se desperdicia en una institución bien organizada, donde sus miembros hacen que todo funcione bien sin necesidad del Espíritu Santo, aun citándolo.
Tercero, dar la vida. Conocer, vivir en comunión y dar la vida sin reservas. Al modo del Buen Pastor, cuya muerte de cruz fue consecuencia de una vida entregada de principio a fin. Pues toda pastoral que imite a Cristo no está encorvada en sí misma; al contrario, está en salida. Salida y compromiso hacia el estado real del rebaño. No acomodada a las seguridades de unos pocos que dejaron de ser levadura en la masa para conformarse con el recinto sacro. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿de qué nos servirá nuestra condición de discípulos? Desgraciadamente, correremos el riesgo de ser insignificantes.