+ Mons. D. Ángel Fernández Collado
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1 de noviembre de 2020
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“Es una obra buena, justa y caritativa rezar por los difuntos”
Albacete – S.I. Catedral, 02 de noviembre de 2020
Ayer, 1 de noviembre, Solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia nos invitaba a contemplar el testimonio de los Santos, a renovar nuestra vocación a la santidad y a pedir a Dios perdón de nuestros pecados. Y en el día de hoy, 2 de noviembre, la Iglesia de Roma del siglo XIV, nos invita a los cristianos a hacer Memoria y a rezar por todos los difuntos, familiares, amigos o conocidos, por si necesitan de nuestra ayuda y, especialmente por aquellos que puedan estar en el Purgatorio, que es la antesala del cielo, para que puedan salir pronto de él y vivir en el Cielo junto a Dios, nuestro Padre. El Purgatorio es donde se superan las imperfecciones y se borran las manchas de nuestros pecados, el alma se limpia y se accede al Cielo.
En la liturgia de este día, los católicos, además de meditar en la realidad de la muerte como privación de todo lo terreno y como límite de la existencia en el mundo, elevamos nuestras súplicas al Señor por el eterno descanso de aquellos seres queridos que nos han precedido con el testimonio de su fe en Jesucristo.
Nuestra fe nos lleva a proclamar con gozo la verdad de que Cristo murió y resucitó, entregó su vida por nosotros en la cruz para salvarnos y está vivo, venció a la muerte y al pecado, y con su resurrección rompió las cadenas de nuestra muerte perpetua. Recordamos con esperanza, confiados en él sus palabras en el Evangelio: “Ato temáis, Yo he vencido a la muerte”. “Yo soy la resurrección y la vida: El que cree en mí. aunque haya muerto, vivirá”. “Quién come mi carne y bebe mi sangre tiene ya la vida eterna”.
Aunque la sociedad del bienestar en que vivimos pone todos los medios a su alcance para borrar de la conciencia de las personas la realidad de la muerte, invitando a no pensar en ella y a centrar la atención en el disfrute inmediato y en la posesión de bienes materiales, sin embargo la muerte de nuestros seres queridos, a los que hoy recordamos con afecto y rezamos por ellos por si necesitan de nuestra ayuda para estar ya eternamente en la presencia y cercanía de Dios, siempre nos devuelve a la cruda realidad y nos invita a preguntarnos por el sentido de nuestra existencia en este mundo y por lo que sucede más allá de la muerte.
Ante la falta de respuestas convincentes para estos interrogantes, los no creyentes se desesperan, pierden la esperanza o toman la decisión de no hacerse preguntas, pues tienen que asumir que todas sus realizaciones y proyectos terminan debajo de una lápida en el cementerio. Al no creer y confiar en alguien que pueda ofrecer vida más allá de la muerte, la existencia humana se convierte en el mayor fracaso y en un sinsentido.
Los cristianos apoyamos nuestra vida y nuestra esperanza en Jesucristo muerto y resucitado por la salvación de los hombres. En virtud de la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo, Dios se hace cercano a cada ser humano, comparte su misma existencia y le regala la posibilidad de participar de su salvación. Por medio de Cristo, el mismo Dios habita en nuestros corazones y nos ofrece la luz que tiene el poder de iluminar el presente y el final de la existencia. Injertados en Cristo en virtud del sacramento del Bautismo, todos los bautizados estamos convocados a vivir en Él, descubriendo su voluntad, dejándonos guiar por su Palabra y alimentándonos de su misma vida en los sacramentos. De este modo, además de permanecer en Cristo a lo largo de nuestra peregrinación por este mundo, podemos esperar confiadamente la muerte y el encuentro definitivo con El por toda la eternidad.
Esto no quiere decir que los cristianos no experimentemos dolor y sufrimiento ante la pérdida de nuestros seres queridos o que tengamos claridad total ante la realidad de la muerte. La fe en Jesucristo resucitado y la experiencia de su amor hacia cada ser humano durante la vida terrena nos permiten esperar con paz y esperanza el momento de la muerte, porque también en ese instante el Señor estará presente para cumplir sus promesas y librarnos del poder de la muerte. Recordamos con fe sus palabras: “Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre”.
Como nos recuerda frecuentemente la liturgia, la vida no se pierde, porque es obra de Dios, sino que nuestra vida cambia, se transforma. “Se deshace nuestra morada terrenal y adquirimos una mansión eterna en el cielo” (Prefacio de la Misa). Para el cristiano, la muerte no es el final del camino, es el final de una corta peregrinación y la llegada a la meta definitiva, al cielo. Y, para llegar a la casa del Padre, nuestra morada definitiva, hemos de atravesar la puerta de la muerte, que es el tránsito de este mundo al Padre.
Que el Señor renueve nuestra fe en su resurrección, nos ayude a vivir como resucitados ya en esta vida, y nos conceda junto a nuestros seres queridos difuntos la vida eterna y gozosa con él en el cielo. Dales Señor el descanso eterno y brille para ellos la luz eterna. Amén.