Pablo Bermejo

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22 de diciembre de 2007

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Un día, cuando tenía 16 años, un miembro del Obispado me dijo que en Noche Buena y Navidad en su casa comían igual que siempre y que, como mucho, abrían una cerveza o una sidra. En ese momento me enfadé un poco porque creía que era llevar un ideal hasta el extremo. Sin embargo ahora, diez años después, me parece admirable y envidiable. De hecho, me enfadé con mi familia por estar una semana entera discutiendo si comer el día de Navidad en el restaurante más caro de Albacete o en el segundo más caro. Finalmente ha ganado el más caro y sé que voy a comer a regañadientes.

Siempre me río de un amigo mío al que llamo Pedrito Bogavante porque parece que no concibe una comida social sin que de primero se pida arroz con bogavante. Pues para colmo éste es el plato que me tocará comer el día de Navidad. No opino como el ministro que haya que comer conejo o dejar de dar propinas, pero tampoco me gusta participar de un autoengaño social según el cual el mejor modo de celebrar la Navidad es ir al sitio más caro de la ciudad y llamar mientras estás comiendo a todos tus amigos para contarles dónde estás. Hasta hace unos años, mi familia celebraba la Navidad juntándonos en casa de mi tía y ayudando todos a preparar la comida, la mesa y más tarde limpiar juntos.

Desde los primeros tiempos, compartir una mesa ha sido acto de común-unión entre los asistentes y motivo de intercambio y acercamiento. Anfitrión fue rey de una pequeña zona de la antigua Italia y en la cultura clásica es famoso por los banquetes que ofrecía a sus invitados. Pues bien, yo opino que las comidas de Navidad pierden todo su sentido cuando se invaden por el espíritu de Anfitrión y rechazan el mostrado por el Evangelio en el Nacimiento de Jesús y en la Última Cena. Ir a comer en Navidad al restaurante más caro me sienta igual de mal que montar un Belén donde José esté comiendo arroz con bogavante.

Creo que la común-unión se pierde al sentarse en un banquete tan caro y de lujo en exceso, pero por supuesto no me atrevo a no asistir y quedarme solo en casa (además a todos nos gusta el bogavante). Seguramente mientras esté comiendo pensaré en ese amigo mío del Obispado que, admirablemente, estará participando de una comida normal mientras nosotros intentamos sentirnos alegres y ‘navideños’ gastando cuanto más podamos.