Manuel de Diego Martín
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25 de noviembre de 2006
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Hace unos días se celebró en Toledo la 40ª Semana Social con el título de “Propuestas cristianas para una cultura de la convivencia” Además de la importancia del tema, qué cosa puede haber de más actualidad que el hecho de que nos enseñen a convivir unos con otros, se puede añadir que este año se cumplen los cien años en que se iniciaron estas Semanas Sociales. No se puede por menos que agradecer todo el bien que la Iglesia ha hecho durante tantos años iluminando la cuestión social desde la luz del evangelio. Tiene también su interés para nosotros el hecho de que esta Semana se haya celebrado en nuestra capital regional con la presencia de algunos de nuestros máximos dirigentes políticos.
Después de leer y releer crónicas y resúmenes de diferentes ponencias de cardenales, obispos, profesores sobre el tema quiero quedarme con tres puntos que pueden ser leídos como exigencias para una posible convivencia.
En primer lugar hace falta un respeto profundo a la conciencia de los demás, así como a sus creencias o convicciones profundas sean de orden social o religioso. No se puede andar con la mofa, con el chiste, o el desprecio hacia otras maneras de pensar o sentir. Eso no quiere decir que todas las maneras de pensar o de sentir sean iguales, o igualmente válidas o verdaderas. Esto sería caer en el relativismo puro y duro al que tantas veces hace referencia el papa Benedicto y que sería, a su vez, un cáncer para la convivencia. En el relativismo puro y duro no hay posible convivencia.
En segundo lugar hay que poner al ser humano, al factor humano, en la base, en el centro de todo. Todo lo que se haga tiene que tener como referente al hombre, si lo dignifica o lo destruye. No se puede vivir de ocurrencias, o a mi me gusta o me parece. En una palabra en la base de todo tiene que estar el respeto a los derechos humanos que son la plataforma en la que se puede asentar una sana convivencia, es decir una cultura universal de la convivencia.
En tercer lugar hay que encontrar la armonía entre la fe y la razón. Los postulados de un laicismo puro y duro, están limitando la razón de tal forma que se convierte en acantilado donde todo navegante se estrella. Hace falta llegar a entender que la razón es un puerto abierto a otras dimensiones que van más allá de la pura ciencia o de lo que es verificable desde el experimento. Sin esta armonía, sin este concepto de una razón más abierta, se hace muy difícil la convivencia.
Cien años de Semanas Sociales ¡Felicidades! Os deseamos que las celebréis muchos años más.