+ Mons. D. Ángel Fernández Collado

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14 de junio de 2019

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        Un saludo muy cordial a todos los aquí presentes, sacerdotes, diáconos, seminaristas, miembros de la vida consagrada, laicos, y cristianos de la diócesis de Albacete.

        Mis palabras quieren ser especialmente la expresión de un enorme agradecimiento a todos los que habéis vivido, aprendido y gozado con la Misión Diocesana a lo largo de estos tres cursos pastorales. MUCHISIMAS GRACIAS A TODOS y Felicidades por todo lo bueno que en la Misión ha nacido, se ha desarrollado y perdura en el tiempo.

        Acción de gracias a Dios por todos los participantes en la Misión Diocesana en tareas muy diferentes pero útiles y generosas y por sus impulsores y acompañantes. Gracias a los sacerdotes y diáconos, a los religiosos y religiosas, a los miembros de vida consagrada en sus diversas expresiones, que han apoyado esta Misión viviendo así su carisma.

        Gracias a los integrantes y motores de la Comisión de la Misión Diocesana (que prefieren permanecer en el anonimato), que el Señor bendiga sus personas y ministerio; así como, de una manera muy especial, a la Delegación Diocesana de Apostolado Seglar; a la Delegación Diocesana de Medios de Comunicación; al Instituto Teológico Diocesano con la Escuela de Evangelización y formación de animadores de la Lectivo Divina; y a la Casa de la Biblia con sus buenos materiales sobre la Lectivo Divina.

        La Misión Diocesana ha intentado ser una acción misionera, formativa y evangelizadora, una empresa colectiva, un compromiso solidario y responsable, y una expresión de sinodalidad en la Iglesia. Parroquias y movimientos laicales, en unión a la fértil entrega de la vida religiosa y contemplativa, hemos caminado juntos en esta apasionante “Misión” que el Señor había puesto en nuestras manos.

        Todo es don de Dios, si estamos atentos a él y sabemos apreciarlo desde la fe. Estar en sintonía con Dios supone acoger sus favores con el ánimo agradecido de quien es consciente del don del que es objeto. “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice “dame de beber”, tú le pedirías a Él, y Él te daría a ti agua viva, aclaraba Jesús a la mujer samaritana, que estaba a punto de cerrarse a la gracia.

        La Santa Misa es la más perfecta acción de gracias que puede ofrecerse a Dios. Por eso celebramos con gozo, agradecimiento y esperanza esta Eucaristía. La vida entera de Cristo fue una continuada acción de gracias al Padre.

        A nuestro agradecimiento a Dios por tantos y tantos dones, que no podemos pagar, se ha de unir el de la acción de gracias de Cristo en la Santa Misa. Quien es agradecido ve las cosas buenas con buenos ojos, y su disposición interior se identifica con el amor. “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”, decimos con el salmista. ¿Cómo agradecer al Señor todo el bien que ha hecho la Misión Diocesana a lo largo de estos tres cursos pastorales?”. Nosotros no hallaremos una forma mejor para hacerlo que participar cada día con más hondura en la Santa Misa, ofreciendo al Padre el sacrificio de su Hijo Jesucristo, al que –a pesar de nuestra pequeñez– unimos nuestra personal acción de gracias.

        Aunque toda la Misa es acción de gracias, es en el Prefacio de la misma donde, en un clima de alegría, reconocemos y proclamamos que “es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo nuestro Señor”.

        “Dar gracias siempre y en todo lugar…”. Esta debe ser nuestra actitud ante Dios: ser agradecidos en todo momento, en cualquier circunstancia. También cuando nos cueste entender algún acontecimiento, circunstancia, cambio en el devenir de nuestra vida personal, parroquial o diocesana. Todo es una continua llamada para que permanezcamos siempre en una continua acción de gracias.

        La Sagrada Escritura nos invita constantemente a dar gracias al Señor: los himnos, los salmos, las palabras de todos los hombres justos están penetradas de alabanza y de agradecimiento a Dios. ¡Bendice, alma mía al Señor y no olvides ninguno de sus favores! (Sal 102,2). El agradecimiento es una forma extraordinariamente bella de relacionarnos con Dios y con los hombres. Es un modo de oración muy grato al Señor, que anticipa de alguna manera la alabanza que le daremos por siempre en la eternidad, y una forma de hacer más grata la convivencia diaria.

        Gracias a Dios y a todos vosotros que habéis hecho posible la Misión Diocesana.

        La cercanía, en unas horas, a la Solemnidad litúrgica de la Santísima Trinidad: Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, la Clausura de la Misión Diocesana en nuestra diócesis de Albacete, y las lecturas que hoy han sido proclamadas nos sirven de reflexión y de luz en nuestro caminar cristiano. Es el misterio de un solo Dios en Tres Personas. Un Dios Uno y Trino. Un solo Dios en Tres personas distintas pero mostrándose como una familia. La Santísima Trinidad es un misterio central de nuestra fe, fuente de dones y gracias; el misterio inefable de la vida íntima de Dios. La liturgia de la Misa nos invita a tratar con intimidad a cada una de las Tres Divinas Personas: al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Hoy podemos repetir muchas veces, despacio y a la luz de la Misión Diocesana: Gracias, Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.

        En toda celebración cristiana celebramos siempre al Padre por el Hijo en la unidad del Espíritu Santo. Esta solemnidad litúrgica nos hace tomar conciencia de que toda celebración cristiana es celebración de la Santísima Trinidad. Por eso siempre empezamos nuestros encuentros y celebraciones: En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y terminamos siendo bendecidos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

        Jesucristo es quien nos revela la intimidad del misterio trinitario y la llamada a participar en él. Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar (Mt 11, 27). Jesucristo es quién nos reveló también la existencia del Espíritu Santo junto con el Padre y lo envió a la Iglesia para que la santificara hasta el fin de los tiempos; y nos reveló la perfectísima Unidad de vida entre las divinas Personas (Jn 16, 12-15). Así crecemos en el sentido de nuestra filiación divina. Esto nos hace ser templos vivos de la Santísima Trinidad.

        La Trinidad Santa habita en nuestra alma como en un templo. Y San Pablo nos hace saber que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom 5, 5). Y ahí, en la intimidad del alma, nos hemos de acostumbrar a tratar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo.

        Es un misterio donde se expresa el amor salvador de Dios a los hombres, no una fiesta de verdades abstractas, incomprensibles. No es un misterio de oscuridad sino de hondura de amor y de vida. Dirá San Pablo: “En él nos movemos, vivimos y existimos”.

        . Es un misterio de fe y adoración. Y este misterio, sencilla y humildemente, se cree, se adora y se vive.

        . Es un misterio de vida y comunión. Un misterio de amor aceptado por la fe. Dios es vida compartida, es amor comunitario, es comunión de personas

        Dios en el Padre nos manifiesta su Amor; Jesucristo es el mediador de la gracia, de la santidad salvadora; y el Espíritu Santo es la misma fuerza de Dios que, en Cristo, nos da la vida y nos mantiene en comunión.

        En el Evangelio que hemos escuchado hoy (Jn. 16, 12-15) Jesús nos habla de sí mismo, y también del Padre y del Espíritu Santo. Habla del Espíritu como el “Espíritu de la Verdad”. Y nos dice: “El os guiará hasta la verdad plena;… recibirá de Mí lo que os irá comunicando. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso, tomará de lo mío y os lo anunciará”. Se percibe así con claridad la perfecta unión entre las Tres Personas, cuya Sabiduría y Conocimiento se nos comunican.

        San Atanasio expresaba esta realidad con estas palabras: “El Padre da a todos por el Hijo lo que el Espíritu Santo distribuye a cada uno”. Es decir: todo nos viene del Padre, por la gracia del Hijo, y todo es repartido por el Espíritu Santo. En esta realidad (2Cor. 13, 14) se apoyan las palabras de San Pablo con las que iniciamos la Santa Misa: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el Amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros”.

        De nuevo, gracias a Dios y a todos vosotros que habéis hecho posible la Misión Diocesana.