Manuel de Diego Martín

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19 de abril de 2008

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Por primera vez, estos días, el Vaticano ha reconocido en el Anuario Pontificio que los musulmanes aventajan en número a los católicos. Ellos son 1.322 millones, nosotros, los católicos, somos 1.130.

Semejante noticia ¿es un motivo de tristeza o de alegría? Puede ser las dos cosas. Sería un motivo de tristeza para nosotros, si los católicos dejamos de serlo, poco a poco, porque abandonamos nuestras prácticas religiosas; sería triste, si dejamos a un lado la formación cristiana, de tal manera que vamos resbalando a una indiferencia religiosa, a un dulce agnosticismo para caer, al final, en el más puro y duro ateísmo.

Es un motivo de alegría el saber que nuestros hermanos musulmanes sigan creciendo y que en el mundo haya cada vez más y más creyentes en el Dios Único, Creador y Misericordioso.

Un amigo sacerdote de Burkina-Faso me decía el otro día que allá en su país los musulmanes están creciendo mucho y viviendo con una gran euforia su fe islámica ya que el dinero de la Arabia Saudita y el de otros países musulmanes está lloviendo a espuertas para construir mezquitas y escuelas coránicas. Tal vez nuestros dineros van más encaminados a paliar sus carencias de alimentos, de agua o de sanidad. Pero cada quien gasta el dinero donde cree que debe hacerlo, viendo prioridades.

Pero el crecimiento de los musulmanes no se debe sólo a la inmensa cantidad de dinero que invierten para el desarrollo del Islam. Se debe también a que ellos tienen muchos, muchos niños. En el mundo occidental cristiano se está dando un invierno demográfico. Por otra parte hay que añadir que en la familia musulmana quien manda es el padre, el jefe, y aquí hay que seguir lo que el jefe diga. Si un hijo se casa con una cristiana, la nuera tiene que hacerse musulmana. Tampoco entregarán una hija a un infiel a no ser que éste se haga de los suyos. Siempre salen ganando. En la familia, todos tienen que ser lo mismo, lo que el patriarca mande. Llega la hora de la oración y desde el mayor hasta el más pequeño todos a postrarse rostro en tierra para orar.

Entre nosotros, pudiéramos decir un poco, aunque nos duela, gracias a Dios, no existe esta autoridad férrea de la familia para que los hijos sigan la religión de los padres. A veces ocurre todo lo contrario. Basta que los papás sean muy religiosos, para que muchos hijos, víctimas del ambiente, se reboten y no quieran saber nada de la religión de sus padres. Aceptando el gran valor de la libertad, también tenemos que recordar el gran papel que tiene la familia para que los hijos puedan seguir el camino en la fe de sus mayores.

Así pues lo que importa no es lamentarse de que ellos sean más que nosotros. También nosotros crecemos en el mundo entero, sobre todo en Asia, aunque en Europa disminuyamos. Lo importante es ver lo que podemos hacer para ser buenos cristianos y ayudar a los demás, respetando su libertad, a que lo sean. Lo demás queda en las manos de Dios.