Pablo Bermejo
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2 de febrero de 2008
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La búsqueda de la verdad se remonta al principio de nuestra cultura, cuando Aristóteles estableció silogismos para poder llegar a conclusiones ciertas. Mucho más tarde, en el s. XIX se crearon las “Tablas de Verdad”, en las cuales se intenta representar la certeza o falsedad de un hecho a partir de una o varias hipótesis. Sin embargo, el hombre común no se suele regir por formulismos a la hora de discutir una verdad; al revés, su intuición, experiencia o nervio interior influye en su percepción de la vida tanto como los hechos tal y como realmente han ocurrido.
Como ejemplo universal podemos pensar en la política. Necesitamos con tanta fuerza pensar que los ideales diferentes a los nuestros son respetables pero falsos, que nuestra orientación política nos impide contemplar la verdad y la mentira de lo que realmente ocurre en el día a día. No sólo nuestra percepción se ve nublada por esto, sino que las fuentes de las que recibimos información tampoco contienen, por lo general, una verdad pura.
Casos más extremos de nuestra incapacidad para reconocer la verdad se da en las competiciones deportivas. Podemos estar en un bar donde se encuentran seguidores de los dos equipos del partido que está siendo televisado. En caso de penalti, un noventa por ciento de los seguidores de cada equipo verán lo contrario que el otro equipo. Ante la repetición, quizá este porcentaje disminuya en diez puntos. ¿Tanto nos ciega el estar involucrados en un hecho?
La verdad de los hechos puede ser vista como el color de los objetos. Cuando contemplamos un mueble rojo, éste es así porque está iluminado por una luz blanca que es absorbida por completo excepto la radiación roja. Si otra persona mira al mueble iluminado con otra luz, será incapaz de ponerse de acuerdo con el que observaba con luz blanca. Sin embargo, ¿quién tiene razón? ¿Hay que ponerse de acuerdo respecto a la luz con la que se iluminan los hechos para poder hablar de verdad? ¿O hay una verdad absoluta? Quizás el problema principal al que nos enfrentamos no es reconocer la verdad absoluta sino al instinto de encontrar la verdad que más nos interesa. Y, por lo general, cuando ya es demasiado tarde no nos podemos perdonar el habernos cegado a nosotros mismos para no reconocer lo que estaba sucediendo en nuestras vidas. Creo que, si la verdad existe realmente, es un buen modo de vida intentar distinguirla en todos los lugares a los que miramos.
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