Pablo Bermejo
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30 de noviembre de 2008
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Estos días de tanto frío me estoy acordando de cuando había bancos en la entrada de la Biblioteca del Parque y me juntaba con mis amigos para hacer botellón. Yo en esa época aún no bebía nada de alcohol y pasaba un frío tremendo las noches de diciembre. Ellos se reían diciendo que con el tercer cubata ya no se siente el frío y me decían que no entendería lo bien que se lo pasa uno con el ‘puntillo’ hasta que no me emborrachara. Yo me enfadaba por su insistencia en no dejarme tranquilo y les acusaba de que a mí, por mucho que me guste el zumo de naranja, no se me ocurre beberme 7 zumos en una noche.
Bueno, el caso es que los años pasaron y ya llegaron las fechas en que pude entender lo bien que se pasa de fiesta con el ‘puntillo’. De lo que no me habían avisado era del no tan divertido ‘bajón’. Aún así, yo también me apunté con mis amigos a hacer botellón muchos fines de semana. Era un acontecimiento social, y lo que nos gustaba más era la sensación de desinhibición y hablar con todos los amigos y desconocidos que se juntaban con mi grupo en la calle.
Muchas veces nos quejábamos de la velocidad con la que subía el precio de los cubatas y que nos obligaban a pasar frío para poder beber. Suponiendo que se acepta como positivo eso de ‘poder beber’, mucha gente perdía el derecho a quejarse de los precios de los cubatas cuando, al finalizar su botellón, dejaban todas las bolsas, botellas y vasos de plásticos esparcidos por el suelo. En mi caso al menos puedo decir que nunca dejábamos rastro de nuestras bebidas. Pero eran numerosos los casos de chavales de mi edad orinando en los garajes (‘porque no me dejan entrar en los bares sin consumir’), o estampando las botellas contra el suelo de adoquines (‘jajaja’) haciendo necesario que los encargados de limpiar esa calle fueran con aspiradoras portátiles al día siguiente.
Con el paso del tiempo, nos comenzamos a dar cuenta de que decíamos frases como ‘qué ganas tengo de pillarme un pedo este sábado’ o más sinceramente ‘necesito un cubata’. Y era cierto, cuando pasaba más de una semana sin hacer botellón nos sentíamos raros y necesitábamos una fiesta grande. Fue cuando comenzamos a hacer apuestas del tipo ‘voy a estar 2 meses sin beber’. Con la perspectiva del tiempo, me doy cuenta del sentimiento de culpabilidad y miedo que esas apuestas expresaban. El caso es que muchos dejamos de hacer botellón, bien por ahorrar dinero, por estar cansados de beber o por ser conscientes de esa dependencia.
Pasaron los años y ya pasábamos todos de los 23 años. Comenzamos a trabajar y podíamos permitirnos salir de cena cada sábado todos los amigos juntos. Pedíamos la cerveza y el vino justos, y nos dábamos cuenta que lo que más disfrutábamos era hablando en la cena, y cuando nos íbamos a los pubs ya se cortaba la buena marcha de la noche. Recordando, nos dimos cuenta del error que era suponer el botellón como un evento social. El evento social podía darse en cualquier sitio en que nos juntásemos todos, y por fin aceptamos (aunque en el fondo siempre lo habíamos sabido) que bebíamos para buscar desinhibición (inducida por la droga que es el alcohol), seguridad y una excusa para estar todos juntos.
Ahora gastamos menos yendo sólo de cena que haciendo botellón y luego saliendo de fiesta. Recordamos con buenos ojos la mayoría de esos botellones, pero muchas veces pienso que nos queda una sombra en el recuerdo. Y es que no sabíamos los motivos reales por los que nos hinchábamos a beber, y cierta sensación de haber sido engañados (quizá por nosotros mismos) planea sobre dichos recuerdos.
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