+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos
|
10 de enero de 2009
|
7
Visitas: 7
Pasaron ya las fiestas de Navidad. Poco apoco han ido desapareciendo las estrellas que han iluminado las calles y los escaparates. Vuelven las frías mañanas a poblarse de estudiantes camino de sus tareas. Siguen los mendigos en las puertas de las iglesias. La crisis económica y los dispendios navideños y de fin de año hacen más empinada “la cuesta de enero”. Alguien, que se ve que no ha leído el mensaje del Papa para la Jornada de la Paz, ni lo que otros hemos dicho a propósito de la situación económica, se quejaba no hace mucho del silencio de la Iglesia ante la avaricia de los poderosos. Le invito a que se lea dicho mensaje y verá que no se puede decir ni más alto ni más claro. Otra cosa es que esto no sea noticia en los medios de comunicación.
Han pasado más de veinte siglos desde el nacimiento de Jesús en Belén. El tiempo y el arte han puesto colorido y poesía a una realidad que históricamente fue mucho más cruda. No es lo mismo ver un niño de escayola en el pesebre de nuestros “belenes” que ver dar a luz a una joven madre bajo un puente o en una gruta. Junto al canto de los ángeles, hubo gritos de violencia y corrió sangre de inocentes. Pero así de real fue la encarnación. A pesar de los avances sociales, también hoy sigue resonando el llanto de los actuales inocentes, sacrificados en cantidades indecibles en las entrañas maternas, hechas para acoger y proteger la vida. Y esto, ante el silencio cómplice de quienes no quieren ser políticamente incorrectos.
También para Jesús pasó la edad de la inexperiencia, de ver el mundo por los ojos de otro; pasó la edad en que los sueños superan la realidad. Pasó su primera juventud, cuando los días no parecen tan cortos, ni se miden los riesgos. Ha llegado la hora de la madurez, la hora de las decisiones que implican la vida entera, cuando se empieza a vivir a campo abierto y a realizar la misión que Dios nos confía.
Cerramos hoy el ciclo navideño con la celebración de la fiesta del Bautismo de Jesús en el Jordán. Jesús va al desierto, donde se fraguan las grandes decisiones y nace el hambre de otro mundo mejor. Allí lleva ya Juan un tiempo abriendo caminos y preparando corazones porque el Mesías puede llegar en cualquier momento.
Jesús no conoció el pecado, pero solidario de la condición humana hasta el fondo bajó a las aguas como subiría más tarde a la cruz, cargado con nuestras limitaciones y pecados. Así nos ofrecería gracia y salvación. El bautismo fue como un soltar amarras y dejar su vida en manos del Espíritu, que desciende sobre él en forma de paloma. Quizá porque traía en su alas la paz, que, en decir de un poeta, es “el plumaje de Dios”, o quizá “porque venía a poner su nido en el corazón de Jesús, su morada más acogedora y dulce”. Después de ser bautizado, Jesús comenzaría su vida pública echándose a los caminos y recorriendo aldeas, anunciando el Reino de Dios, ofreciendo sanación y consuelo a los necesitados.
En los inicios de la Iglesia se administraba el bautismo generalmente a personas adultas, capaces de entender y vivir lo que hacían. Iba precedido de un largo e intenso catecumenado. Se celebraba en la noche de Pascua con participación de toda la comunidad. Era el ingreso gozoso en la familia eclesial, y toda la familia acogía festivamente al nuevo hermano en la fe. No era un acto puntual; marcaba un estado de vida. Luego, al generalizarse las familias cristianas, empezó a conferirse al poco tiempo del nacimiento. Se expresaba así, de manera legítima, que el amor de Dios Padre, como el de nuestros padres terrenos, se adelanta a nuestras decisiones. Pero Dios quiere que, luego, le respondamos libremente. De alguna manera el bautismo no se completa hasta que el bautizado libremente confiesa su fe y es confirmado en esa misma fe. El bautismo es una semilla, el inicio de un proceso que ha de acabar en opción libre y responsable, en un nuevo estilo de vida. El nacimiento reclama el crecimiento. Nuestros directorios de iniciación cristiana lo ponen bien de relieve. Sólo así el cristiano, el ungido, podrá sentirse participe de la misión misma de Cristo, miembro vivo de la Iglesia, consagrado a prolongar la misión misma de Jesús.
Cada bautizado tendría que escuchar, como dichas para él mismo, aquellas dulces palabras que resuenan en el bautismo de Jesús, puestas en labios del Padre: “Tú eres mi hijo, en ti me complazco”. Hay que redescubrir la sorprendente novedad que es Jesucristo, redescubriendo, a la vez, lo que significa nuestra condición de bautizados.
“Pasó haciendo el bien”, dice de Jesús el Nuevo Testamento. Ése debería ser el estilo de los bautizados y la manera de hacerse presente la Iglesia, por medio de nosotros, en medio del mundo: sin grandes señales de poder, sin esperar un trato preferencial por parte de Dios, poniendo amor donde haya odio, paz donde haya violencia, esperanza donde miedo y tristeza: Pasar simplemente haciendo el bien. Nada más y nada menos.