+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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7 de enero de 2012

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No sólo en la Iglesia tenemos sacramentos, también nuestra vida diaria está poblada de pequeños o grandes sacramentos humanos: realidades o signos que, más allá de su materialidad visible, son portadoras de un significado o de una presencia invisible. Recuerdo el dolor inconsolable, resuelto en llanto, de aquella joven que perdió un anillo durante la acampada en la montaña. “No lloro por el valor material, que es muy poco, sino por lo que significa para mí”- decía entre gemidos. Era un recuerdo que le hacía presente todo el amor de la buena abuela que tanto la quiso y que había fallecido unos meses antes.

Los sacramentos de la Iglesia son signos portadores de una singular presencia del amor de Dios y de su gracia por la fuerza de la Palabra de Dios y la acción del Espíritu Santo, que les dan su eficacia. Las palabras son admirables, pero resultan recipientes demasiado pequeños; a veces, incluso, las cosas no se pueden expresar con palabras. Los signos, en cambio, al no quedar limitados a la realidad que directamente expresan, sino abiertos a otros “significados”, son más aptos para expresar los tesoros que Dios nos quiere comunicar por ellos.

Jesús usó para los sacramentos signos sencillos, tomados de la vida corriente: el agua, el pan, el vino, el aceite…Signos que Él cargaba con una densidad superior para expresar con ellos misterios que nos sobrepasan. Adentrarse en los sacramentos es como introducirse por una puertecita casi imperceptible en una de esas oquedades en que el paso de los siglos y el agua han ido forjando imágenes maravillosas.
El bautismo existía antes de Cristo. Juan el Bautista lo utilizaba de una manera sencilla: La gente, después de escuchar su palabra certera, recia y cortante como el acero, se arrepentía de su pasado y, descalzos, se introducían en la corriente del Jordán. Juan los bautizaba como señal de purificación.   

Lo anterior viene a cuento de la fiesta del bautismo de Jesús, que hoy celebramos. Ha terminado el tiempo de Navidad y la vida ha vuelto a discurrir por los cauces de la normalidad. Se han retirado de las calles las guirnaldas de luces de colores, vuelven los obreros a su tajo, los estudiantes a sus clases, empieza, este año más empinada que nunca, la cuesta de enero. La liturgia deja atrás las tiernas escenas de la Navidad y salta muchas páginas. Pasa por alto los largos años de vida oculta de Jesús en Nazaret, la vida sencilla de familia en una aldea insignificante. Saltamos para encontrar a Jesús en la madurez de los treinta años.

Vemos hoy a Jesús, hombre hecho y derecho, acudiendo también él para ser bautizado, a pesar de la resistencia del Bautista a hacerlo. El que no conocía el pecado, pero que iba a cargar con nuestros pecados, se pone, como uno de tantos, en la fila de los pecadores. No quiso salvarnos desde fuera, sino penetrando hasta lo más hondo de la llaga, para poner ahí, como buen samaritano de nuestra humanidad herida, la medicina del agua de la gracia, el aceite del Espíritu, el vino de su amor entregado.

Le gustó tanto a Jesús el rito del bautismo de Juan que hizo de él no sólo el punto de arranque de su actividad pública, sino que, desde entonces, pasaría a significar y hacer presente la vida nueva de aquellos que, andando el tiempo, iríamos creyendo en Él. El bautismo de Juan era un signo de arrepentimiento; el bautismo inaugurado por Cristo nos da la nueva vida de hijos de Dios. “Yo sólo os bautizo con agua; Él os bautizará con Espíritu Santo” anunciaba certeramente el Bautista.

“Apena salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu que bajaba hacia él como una paloma. Se oyó una voz desde los cielos: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco”.

El que entró en las aguas del Jordán confundido con la gente, como un pecador más que necesitara implorar el perdón de Dios y su misericordia, es el Hijo amado del Padre. Al salir del agua, levanta consigo a la humanidad renovada, se rasga el cielo y se toca con la tierra. Se siente ahora bautizado no por Juan, sino por el Espíritu. La palabra “Hijo” resuena en toda su alma, inundada por la presencia del Padre. Luego, un poco más tarde, explicaría en su primera homilía que había sido bautizado, ungido, para servir, para llevar la Buena Noticia a los pobres, para vendar los corazones rotos.

El bautismo de Jesús nos invita a pensar en nuestro bautismo. ¿Qué significa en nuestra vida, en nuestra relación con el Padre Dios, con nuestros hermanos, con los pobres y los necesitados? ¿El signo de la inmersión en el agua significa nuestra inmersión en Cristo para ser hijos en el Hijo, partícipes de su muerte y de su resurrección, llamados a servir, a curar? Qué bien si el Padre Dios pudiera decir de cada uno: “Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco”.