+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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7 de enero de 2017

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El ciclo litúrgico de la Navidad se cierra con la fiesta del Bautismo de Jesús en el río Jordán. Quien no conoció el pecado quiso ponerse, solidario con la humanidad pecadora, en la fila de los pecadores. Los textos de la celebración resaltan con tinta roja la relación filial de Jesús con el Padre, la naturaleza de su ministerio mesiánico de amor y de servicio, su vocación profética a ser luz para todos los pueblos. Es una buena ocasión para ofreceros otra vez unas reflexiones sobre nuestro bautismo.

En las últimas décadas el redescubrimiento del bautismo ha enriquecido a muchos cristianos hasta convertirse en la fuente en la que descubren su corresponsabilidad eclesial y de la que beben su dinamismo apostólico. Pero no siempre es así. En cualquier despacho parroquial se constatan diariamente posturas bien diversas: 

–        Padres bautizados que ya no bautizan a sus hijos;

–        padres que quieren bautizarlos, pero que no aceptan una preparación o lo hacen a regañadientes, dejando luego, al no practicar ellos, que se seque la semilla de vida nueva que el bautismo siembra en sus pequeños;

–        no faltan los que piden el bautismo para sus hijos a la hora de la primera comunión, porque lo pide el niño o en función del acto social que la misma comporta.

En los primeros tiempos de la Iglesia, el bautismo se administraba, por lo general, a personas adultas, capaces de entender y vivir lo que celebraban. Venía precedido de un largo e intenso catecumenado. Era celebrado con la participación de toda la comunidad en la noche de Pascua. El bautizado ingresaba así en la nueva vida del Resucitado, en la familia de Dios, y toda la comunidad acogía festivamente a los nuevos hermanos en la fe. La espiritualidad bautismal configuraba toda la vida de la Iglesia. El bautismo era sentido y vivido no sólo como un acto puntual, sino como un estado de vida. Más tarde, como consecuencia de que muchos niños nacían ya de padres cristianos, las cosas fueron cambiando, hasta generalizarse el bautismo al inicio mismo de la vida.

Es cierto que el niño no está capacitado para entender y vivir tan bellas realidades, como tampoco es capaz, en sus primeros meses, de un diálogo con su madre, que no por eso ésta le retira sus caricias, sino que habla, juega con él como si lo entendiera todo, porque el amor siempre se adelanta. Cada gesto de amor materno junto a la cuna es como la espera de una respuesta, el deseo de hacer despertar una personalidad que responda al amor. Es lo que hace la Iglesia bautizando a los niños.

Pero no basta para ser cristiano haber sido bautizado de niño. El bautismo marca el inicio de un proceso llamado a florecer en cristianos maduros. Ello reclama clima, atención y cuidado.

El bautismo de niños acentúa la gratuidad del amor de Dios Padre, que también se adelanta esperando nuestra respuesta libre y responsable. Sin la colaboración de los padres, de los padrinos y de la comunidad, el nuevo bautizado acabará engrosando la lista de los cristianos puramente nominales, tan abundantes en nuestra Iglesia, pero nunca sabrá de la alegría de la fe y del aporte que supone a la hora de iluminar y orientar el sentido de la existencia humana. 

Nuestra Iglesia quiere acoger a todos, pero nada hace sufrir tanto a los pastores como ver el sacramento reducido a un puro rito de convencionalismo social. Nos duele porque es maltratar el sacramento y engañar al que lo recibe.

Una buena y fructuosa administración del bautismo empieza por la preparación de los padres, por una coherente elección de los padrinos, por una bella, alegre, significativa y cuidada celebración litúrgica. A ello ha de seguir un clima familiar creyente en que el bautizado, a la vez que aprende a decir «padre y madre» aprende a hablar con Dios como Padre y a descubrir a los demás como hermanos en la Iglesia, madre y hogar de la familia cristiana. Así se sentirá prolongador de la misión de Cristo en la Iglesia y en el mundo.