+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

|

8 de enero de 2011

|

118

Visitas: 118

[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]L[/fusion_dropcap]a predicación de Juan el Bautista había provocado un gran revuelo en el pueblo judío y una inquietante preocupación en Jerusalén: A pesar de los sacrificios, las oraciones y los ritos sagrados del templo, el Bautista, despertador de conciencias, había denunciado la profunda corrupción existente en las relaciones con Dios y con el prójimo. Se sirvió de un signo simbólico, el bautismo, no para perdonar los pecados – ¿quién era él para ofrecer el perdón? – sino para que quienes acudían expresaran su sentimiento de penitencia y el deseo sincero de conversión.

Y a orillas del Jordán comparece Jesús. No se presenta ni siquiera como un nuevo profeta, sino como uno de tantos. Pero su venida es significativa. Es un reconocimiento del ministerio de Juan, de que las cosas no van bien.

Se presenta de manera anónima, pero va a convertirse en protagonista de esta luminosa página del evangelio. El breve diálogo que se establece entre el Bautista y él, al negarse Juan a bautizarle, esclarece la situación. “Conviene así que cumplamos toda justicia de Dios”. La justicia de Dios es el cumplimiento de la voluntad divina, de la verdadera alianza. El que no tiene pecado se coloca en la fila de los pecadores, solidario con ellos, cargando con el pecado de la humanidad, para rehacer la alianza, una alianza nueva. El Padre, por la obediencia del Hijo, quiere hacer a todos los hombres “hijos en el Hijo”. Esa es la justicia de Dios.

Los hombres, como nos recuerda la famosa catequesis del Génesis, dijeron un lejano “no” a Dios, que continuamos repitiendo cada vez que rechazamos conformar nuestra vida con el querer de Dios. La desobediencia alimenta nuestro egoísmo, pues todo pecado nos hace más egoístas, y acrecienta nuestra arrogancia con consecuencias trágicas para la convivencia humana.

El hecho de sumergirse Jesús en el agua tiene un significado de largo alcance: Tomar sobre sí la carga de nuestros pecados, poniéndose de nuestra parte ante el Padre. En su muerte obediente e inocente destruirá nuestro pecado. Su resurrección gloriosa nos capacitará para vivir de una manera nueva.

Se comprende que, luego del bautismo, descienda sobre Jesús el Espíritu Santo. Es la imagen del hombre hecho hijo de Dios. Por el bautismo, que a partir del de Jesús ha adquirido un sentido nuevo, somos convertidos en hijos de Dios. Si vivimos conforme al Espíritu recibido nos dejaremos guiar por el evangelio, nos dejaremos conducir a la verdad. El hombre nuevo no es sólo un seguidor de Jesús; es alguien que en cierto modo se ha transformado en él.

Nuestro bautismo es el medio indispensable puesto por Dios para que quedemos inmersos en la sangre de Cristo y purificados por esta sangre. “Habéis sido bautizado en la muerte de Cristo, para participar de su resurrección” repetirá incansable san Pablo. Ese es el hondo significado que tiene en la liturgia la triple inmersión y la consiguiente emersión bautismal. Triple porque quedamos inmersos en la vida y el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Aunque este sacramento sea olvidado o considerado como un pequeño episodio infantil, para el verdadero cristiano representa el acontecimiento más importante en su vida de fe. Es la adhesión al Hijo para ser también hijos de Dios. Y es una gracia que se reaviva por medio de los demás sacramentos, especialmente por la Penitencia y la  Eucaristía. El que es coherente y consecuente con su bautismo sabe que debe ir creciendo en la fidelidad a este don inicial; sabe que todo pasará, pero su bautismo será la garantía de su gloria por toda e la eternidad.

Este es mi hijo predilecto” se escucha en el bautismo de Jesús. Pero no lo es él solo; el Padre Dios nos lo dice a todos los bautizados, también a todos lo llamados a participar de su vida, aunque hayan sido muchas nuestras miserias. Si lo creyéramos y lo viviéramos así, el bautismo no se reduciría a un piadoso rito, y menos a una costumbre social, sería una fuente inagotable de dinamismo interior, un surtidor cuyas aguas saltan hasta la vida eterna.