+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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8 de noviembre de 2008

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]D[/fusion_dropcap]esde pequeños aprendimos el camino del templo de nuestro pueblo. Al poco tiempo de nacer allí nos llevaron para ser bautizados e incorporarnos como miembros vivos a Cristo, que es la piedra angular sobre la que se levanta todo el edificio de la vida cristiana. Más tarde aprendimos a comportarnos en el templo: santiguarnos, hacer la genuflexión, descubrir el lugar del Sagrario, los nombres de los santos del retablo mayor, hablar en voz baja para no distraer a los demás, rezar. Aprendimos a querer a nuestro templo como la casa solariega de esta gran familia que es nuestra Iglesia.

Los cristianos han sentido desde siempre la necesidad de reservar lugares concretos para celebrar la fe, encontrar a Dios y a los hermanos: Ahí están los templos subterráneos clandestinos de las catacumbas, las basílicas nacidas después de las persecuciones, los templos en que se han remansado las sucesivas manifestaciones del arte: bizantinos, románicos, góticos, barrocos o los templos funcionales de nuestros días. Catedrales hermosas o humildes ermitas de barriadas pobres, “casas de Dios y de la comunidad”.

Jesús, hijo de un pueblo que tenía en el templo el exponente máximo de su religiosidad y de su cultura, visitó varias veces el Templo de Jerusalén y, otras muchas veces, la humildes sinagogas de Nazaret o de Cafarnaún.

En el Templo, Jesús niño fue presentado; al Templo subía cada año según la tradición judía; en el Templo se quedó a la edad de doce años «porque tenía que estar en las cosas de su Padre». Hasta un día desalojó del Templo a latigazo limpio a quienes lo había convertido en cueva de ladrones.

Es templo de Dios, a su nivel, el cosmos, que proclama la gloria y belleza de Díos, su creador. Y lo es cada hombre, templo vivo de Dios; Todo templo, además de lugar de encuentro y oración, tiene un significado simbólico. El verdadero templo, lugar de la presencia de Dios, es Cristo mismo, su propio cuerpo. Lo es, a otro nivel, el cosmos, que proclama la gloria de Dios. Y lo es cada hombre, templo vivo de Dios: “¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu Santo habita en vosotros?”. -decía San Pablo-.

El templo es también imagen de la Iglesia, que allí se reúne y a la que todos construimos, como piedras vivas de la misma.

Viene todo esto a propósito de la fiesta de la Dedicación de la Catedral-Basílica Lateranense, que hoy, a pesar de ser domingo, celebra la liturgia de la Iglesia.

Tal día como hoy, un 9 de noviembre del año 324, los cristianos, pasadas las persecuciones, dedicaron al Salvador la Basílica de Letrán sobre el monte Celio. Es la Catedral del Obispo de Roma, del Papa. Allí residieron los sucesores de San Pedro durante muchos siglos, y en ella tomaban posesión de su cargo. Se la considera, por eso, la madre y cabeza de todas las iglesias del mundo.

Al igual que lo es el obispo en la Iglesia local, el Papa es el vínculo visible de comunión entre todas las Iglesias, por ser el sucesor de Pedro, el obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal. Si Roma guarda en su suelo y en sus piedras, regadas con sangre de mártires, el testimonio más elocuente de la fidelidad apostólica, la Catedral del Obispo de Roma es símbolo precioso de comunión no sólo de la Iglesia de Roma, sino de la Iglesia universal, a la que está encargado de confirmar en la fe.

Se trata, pues, de una fiesta que nos recuerda que estamos edificados sobre el cimiento de los Apóstoles y, singularmente, de Pedro. Es una fiesta para renovar la comunión y la fidelidad al sucesor de Pedro, para tomar conciencia de que todos los bautizados somos piedras vivas de ese edificio espiritual que es la Iglesia, de la que Cristo es la piedra angular.