Antonio Abellán Navarro
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24 de junio de 2006
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El pasado 28 de abril, la Provincia eclesiástica de Toledo recibía la agradable noticia de que el Papa Benedicto XVI, aprobaba ese día los decretod de martirio de varias causas que se instruyen en diversas diócesis de Castilla-La Mancha, y que reconocen sus martirios, abriendo el camino para que sean elevados a los altares.
En una de esas causas, la de Liberio González Nombela y 12 compañeros, se encuentran dos sacerdotes de Albacete, Bartolomé Rodríguez Soria y Mamerto Carchano Carchano, párrocos de Munera y de Molinicos, entonces pertenecientes a la Archidiócesis de Toledo. Pronto los tendremos en los Altares.
Junto a estos, se espera que pronto pasen la última fase del proceso romano, otra causa de varios mártires, entre los que se encuentran tres sacerdotes de Albacete, Fortunato Arias Sánchez, párroco de Hellín, Rigoberto de Anta y Barrios, párroco de Las Peñas y Miguel Díaz Sánchez, párroco de Caudete. Probablemente, pueda tener lugar una gran celebración de Beatificación en la que se eleven a los altares cerca de 500 mártires españoles, entre los que se encontrarían estos cinco sacerdotes de Albacete.
En las sucesivas semanas os iremos ofreciendo las biografías de cada uno de ellos.
Don Bartolomé Rodríguez Soria, nació en Riópar el 7 de septiembre de 1894. Estudió en el seminario de Toledo y se ordenó sacerdote en 1918. Comenzó su ministerio sacerdotal como coadjutor de Elche de la Sierra, aunque pronto es destinado a Balazote. El Arzobispo de Valencia y el Obispo de Ciudad Real quisieron llevárselo a sus diócesis, pero prefirió quedarse por estas tierras. En 1925, lo vemos al frente de la parroquia de Peñascosa, y por fin, en 1926, es párroco de Munera, donde le sorprende la contienda civil.
El 27 de julio de 1936 fue detenido con más de veinte feligreses y encerrado en la sacristía de la parroquia. En la iglesia, se le quiso obligar a cooperar en la destrucción de las imágenes, a lo que se negó rotundamente. Desde el día 27 y hasta el 29 sufrió enormes palizas, siendo privado de los alimentos que los familiares le llevaban. No se le permitió ni siquiera descansar en un sencillo colchón. El día 29 sufrió la última paliza. Entre varios le subieron al púlpito, arrojándole desde allí contra el suelo. En la tierra y desangrándose, pidió ver a su madre, pero se lo negaron. Pidió agua, y lo más que consiguió fue que se orinaran en su boca.
Arrastrado a la sacristía se le dejó en un colchón que hoy, manchado con su sangre, se conserva como reliquia. Pudo recibir la absolución de manos de otro sacerdote detenido con él. Un miliciano, al verlo tumbado en un colchón, no considerándolo digno de ello, le increpó, ¿aún estás vivo?, ¡so perro! A lo que Don Bartolomé contestó con un os perdono.
Fueron sus últimas palabras. A las cinco de la tarde del 29 de julio, confesando con su propia vida su fe en Cristo Salvador, murió.