Pablo Bermejo

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3 de marzo de 2007

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]E[/fusion_dropcap]l sábado pasado tuve que pasarme por mi trabajo porque voy siempre justo de tiempo y necesitaba acabar varias faenas. Mis oficinas están más o menos por la afueras de la ciudad y, aunque podía ir andando, ya que tenía que trabajar en fin de semana preferí coger el coche. Los sábados la zona donde trabajo se encuentra desierta aunque siempre hay uno o dos coches de chavales haciendo botellón a las cinco de la tarde. En este caso estaban frente a mi trabajo, así que el coche se quedó cerca de ellos. Me dio miedo por si le hacían algo pero al final cedí a la gandulería de cambiarlo de sitio; como consecuencia al salir del trabajo mi espejo retrovisor izquierdo estaba roto y ellos ya no estaban.

Al día siguiente tuve que volver al trabajo, pero esta vez decidí dejarlo en unas instalaciones deportivas muy próximas en las que siempre hay coches y gente. Ésta, de nuevo, fue una mala decisión pues cuando regresé a por mi coche el recinto estaba cerrado y vallado. Eso ya era el colmo de mi fin de semana con el coche… pero no, aún había más. Llamé a un amigo que trabajaba ahí para que me diera una solución o me abriera la puerta pero, como no contestaba, volví andando a mi casa.

Una vez que estaba tumbado en la cama con el disgusto, mi amigo me llamó y me dijo que estaba fuera de la ciudad pero me aconsejó ir a las oficinas centrales (cercanas a mi trabajo y a las instalaciones deportivas) porque allí podría haber alguien que me abriera. Si alguien recuerda la tromba de agua del domingo pasado, es esa lluvia la que me pilló en medio de la nada y sin edificios con salientes en los que resguardarme. Pensé en mi coche, luego en mí y después comencé a echar humo. Al llegar a las oficinas centrales por supuesto estaban cerradas pues era domingo por la tarde, así que tenía que volver de nuevo bajo la lluvia diez minutos más hasta regresar a la zona de viviendas en las que resguardarme.

Aunque ya me daba igual todo, la gente corría o se escondía debajo de algún saliente pero a mí no me apetecía correr. Me daba igual mojarme más y ni siquiera cogí ningún atajo ni me metí en algún bar. Así que lo que hice fue seguí la trayectoria acostumbrada hasta mi casa como el que pasea bajo el sol, sin importarme nada mientras que el agua en contacto con mi cabeza desprendía hilillos de vaho por lo enfadado que estaba.

En fin, la conclusión a la que llegué al día siguiente fue la capacidad que tenemos las personas para ofuscarnos y no pensar con claridad. Lo que había ganado con mi cabezonería de no correr, no entrar a ningún bar y no llamar a ningún amigo para que me recogiera fue un resfriado de campeonato y dos días en cama. Aprendí y espero no olvidar que cuando las cosas nos salen mal lo mejor que se puede hacer es respirar dos veces y pensar cuál es la mejor solución, en vez de enfrentarnos a viento y marea.