+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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14 de agosto de 2011

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[fusion_dropcap color="var(--awb-color2)" class="fusion-content-tb-dropcap"]Q[/fusion_dropcap]ué bello espectáculo el de esta mañana en los Jardinillos de Albacete! ¡Qué admirable “movida” ésta, que no congrega en torno a la Madre a cientos de jóvenes de más de veinte países, que se sienten hijos del mismo Padre, que comparten la misma fe, que se sientan a la misma mesa, que reconocen a María como Madre y modelo. María siempre hace pueblo y hace Iglesia. Esa es su misión, desde que nos dio a Jesucristo.

Me siento muy contento de tener a mi lado, junto al altar, al Sr Arzobispo de San Isidro de Argentina, así como estos otros hermanos obispos que han venido acompañando a sus presbíteros y a sus jóvenes desde Nigeria. Si, como decían los Santos Padres, “donde está el Obispo, allí está su Iglesia”, vivimos hoy una singular experiencia de universalidad.

¡Fiesta de la Asunción! Antes de que elucubraran los teólogos, la sabiduría del pueblo ya había elaborado una mariología del corazón. El pueblo entendió que el Señor “que levanta del polvo a los humildes” había incorporado a María, en cuerpo y alma a la gloria del cielo, tras su muerte. Era como la justa reciprocidad por haber dado un cuerpo, con el fiat de la encarnación, al Hijo de Dios. En realidad, María empezó a ser “asunta” desde la Encarnación, cuando toda su persona, incluida su carne, se fusionó con la persona del Hijo. Con cada “sí”, María fue cediendo espacio a la invasión amante de quien la poseía. No le faltó intuición al poeta Miguel Hernández cuando, en un soneto dedicado a la Asunción, decía: “Tú que eras ya subida soberana, de subir acabaste”.

Lo mismo que el sol incide sobre las vidrieras y se irradia a través de ellas, Dios traspasó a María, la transformó, la transfiguró hasta asumirla plenamente en la resurrección de Cristo. Por eso, es primicia de nuestra glorificación futura, garantía de que “Cristo transformará nuestros cuerpos mortales en un cuerpo glorioso como el suyo”.

Desde esta convicción, el pueblo cristiano se lanzó a tallar imágenes y capiteles, a pintar frescos y lienzos sorprendentes, a policromar vidrieras, a levantar ermitas y catedrales dedicadas a la Asunción de María. Lo que el pueblo cristiano creyó desde los primeros siglos de la Iglesia es lo que proclamó solemnemente el Papa Pío XII el 1 de Noviembre de 1950, haciendo de altavoz de una fe secularmente profesada.

La raíz última de todas las maravillas que el Señor hizo en María hay que buscarla en que Dios la eligió para ser la madre su Hijo. Su maternidad divina explica tanto su concepción inmaculada como su asunción. La otra raíz de su grandeza es su admirable respuesta al Señor, el “Sí” del que nunca se desdijo, ni en el nacimiento de su hijo en la suma pobreza de Belén, ni en las horas sombrías y amargas del aparente silencio de Dios ante la crucifixión del Hijo.

La fiesta de hoy no es la exaltación de una mujer poderosa de aquellas que movían con sus intrigas los hilos del imperio romano. Es la exaltación de una mujer pobre, humilde, mujer del pueblo, quizá hasta con el olor de la última vendimia prendido entre su dedos; esposa y madre; mujer que a veces no entendía los caminos de Dios pero los aceptaba en la fe; mujer consciente de que los dones que tenía no eran suyos, sino maravillas que Dios había realizado en ella. Por eso, su voz se hace canto agradecido en el Magnificat. “Proclama su alma la grandeza del Señor porque Dios ha mirado la pequeñez de su esclava y ha realizado en obras grandes… Por eso me llamarán dichosa todas las generaciones”. La Asunción de María es como el correlato de la Ascensión de Cristo, que “se abajó, se anonadó hasta una muerte de cruz, y por eso Dios lo levantó y le dio el Nombre sobre todo nombre”.

Cristo resucitado es la primicia, lo es también María. Ella es imagen acaba y perfecta de lo que todos los que formamos la Iglesia peregrina estamos llamados a ser. Desde el cielo María intercede por nosotros. Su mediación es subordinada a la de Cristo, al que no oscurece, sino que lo irradia. Los Santos Padres compararon a María con la luna, que, en medio de nuestras noches y de nuestras oscuridades, refleja  la luz del sol y la irradia hasta que llegue el día.

Cuando hemos escuchamos en el Magnificat que El Señor “derriba del trono a los poderos y enaltece a los humildes”, que “a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos” teníamos la sensación de encontrarnos ante una gran revolución, ante un cambio radical. Es una revolución que Dios hace no utilizando la violencia, como sucede en casi todas las revoluciones, sino sufriéndola en la persona de su Hijo hasta convertirse éste en cordero inmolado. Es una revolución ya realizada en Cristo y en María, en quienes resplandece la nueva humanidad. Y es una revolución siempre pendiente y siempre amenazada. El texto del Apocalipsis, a la vez que habla de la grandeza de Dios, ve en la mujer misteriosa a la humanidad asaltada por la presencia amenazadora del inmensos Dragón rojo, símbolo satánico de todas las fuerzas del mal. Y contempla en la mujer luminosa a la humanidad, a la Iglesia, que en María, la mujer que nos dio al Hijo, ya ha triunfado definitivamente.

Cuando el Papa Pío XII proclamaba la Asunción de María, la humanidad acababa de vivir un tiempo horroroso, de inseguridad ante el futuro, con millones de muertos a su espalda. Desde entonces para acá, a pesar de los avances científicos y técnicos, no han cambiado mucho las cosas. Da la impresión de que hemos equivocado el destino, que estamos empeñados en construir un mundo injusto, donde, por poner un ejemplo, no somos capaces de encontrar seis mil millones de dólares para paliar el hambre en el mundo (era lo que se necesitaba, según  el Presidente de la FAO) , pero donde a los pocos meses se encontraron seiscientos mil millones para rescatar a los bancos. Yo no digo que esto no debiera hacerse. Digo que, en un mundo en que hay medios más que suficientes, el dragón del hambre sigue acabando con la vida de millones de personas. (Recientemente he hecho una llamada para apoyar la campaña “Caritas con el cuerno de África”, donde más de quince millones de personas se encuentran en peligro inminente de muerte, debido, entre otras causas, a la prolongada sequía que ha esterilizado los campos).

Querido hermanos: La Asunción de la Virgen es muchas cosas: Es una respuesta práctica al anhelo de inmortalidad que anida en el corazón humano; es respuesta de luz a la oscuridad de la fe; es el gran aplauso a la sencillez y a la humildad. La Asunción también proclama a su nivel, como lo hace la ascensión de Cristo, que ni el mal, ni la injusticia, ni ningún poder de este mundo tendrá al fin la última palabra. Que hay esperanza incluso para los desesperanzados. 

Pero la Asunción nos dice más. Si os fijáis, veréis que el “Magnificat” es las bienaventuranzas hechas canto, porque se han cumplido ya en María. Pero las bienaventuranzas son el programa de Evangelio para todos nosotros, porque todavía hay muchos hermanos que tiene hambre, que lloran, que desean la paz, que sufren persecución por intentar lograr la justicia. Lo que el Señor nos dará un día como gracia, nos lo entrega ahora como tarea. 

Habéis convivido en estos días, en Albacete, cientos de jóvenes. Lo habéis hecho con mucha austeridad, durmiendo en el suelo y compartiendo la comida de manera sencilla a la sombra de los árboles. Más allá del color de la piel o de la lengua, la fe común os ha permitido vivir una experiencia de fraternidad admirable, sabíais que estabais entre hermanos. Habéis conocido algunas realidades de nuestra fe, de nuestra cultura y tradición. Ahora, convocados por Benedicto XVI, os encamináis a ampliar esta experiencia con otros muchos miles y miles de jóvenes de todo el mundo. (Permitidme decir que no entiendo cómo esto puede ofender a nadie. Sólo los prejuicios permiten hace lecturas torcidas de este acontecimiento). Comprometeos a ser, como os pedía el recordado Beato Juan Pablo II centinelas de un mundo nuevo, albañiles de esa humanidad nueva que, con la gracia de Dios, queréis construir.

Expreso mi agradecimiento en nombre de todos a la Delegación de Pastoral Juvenil, a las diversas comisiones de jóvenes y a los más de cien voluntarios que habéis dado gratis lo que gratis habéis recibido. Nos sentimos orgullosos de vosotros. Reitero mi agradecimiento a las parroquias de Villarrobledo, de la Roda, de Peñas de San Pedro, que han sido también lugares de acogida. Agradezco la colaboración de las instituciones (Ayuntamientos, Diputación, Subdelegación del Gobierno, policía nacional y municipal, que han velado por la seguridad). ¡Gracias a todos! 

En la Eucaristía Cristo realiza la comunión más profunda. Se nos da como Pan de Vida para hacer el camino, para que hagamos de nuestra vida “pan partido para la vida del mundo”, como nos dice Benedicto XVI. ¡Bienvenidos! La mesa está servida, caliente el pan y envejecido el vino…