+ Mons. D. Ciriaco Benavente Mateos

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3 de mayo de 2008

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San Lucas, cuando en el libro de los Hechos nos pintaba la Ascensión, no pretendía describir un viaje sideral. Buscaba transmitir, con un lenguaje expresivo, algo más rotundo y teológico. Pretendía varias cosas:

1.-Proclamar el triunfo de Jesús: Frente a la sentencia de un tribunal terreno, provinciano y miope, que lo condenó a la muerte más ignominiosa, otro tribunal, el más supremo, capacitado para sentencias de calidad definitiva, lo rehabilitó con todos los pronunciamientos a favor: “Dios lo exaltó dándole el nombre sobre todo nombre.”

2.-Terminaba su presencia física, pero no su presencia. Se va, pero se queda con otra forma de presencia, no sometida ya a las coordenadas del tiempo y del espacio. Continúa presente por medio de su Espíritu: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos”.

3.-Nos pasaba el testigo de su misión. Empezaba así el tiempo de la Iglesia. A nosotros, como a los Apóstoles, se nos dice también en este día: “¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?”. Aunque no debemos dejar de mirar al cielo, donde está nuestro destino, no podemos quedarnos mirando al cielo. Tenemos tarea: seguir anunciando la Buena Noticia del Reino de Dios.

Hoy, por eso, la Iglesia celebra también la Jornada de las Comunicaciones Sociales. Benedicto XVI en su Mensaje para esta Jornada titulado “Buscar la verdad para compartirla” alienta a los medios de comunicación a “permanecer al servicio del bien común, a favorecer la formación ética del hombre y a su crecimiento interior”.

“Lo que os digo de noche, decidlo en pleno día; y lo que escuchasteis al oído, pregonadlo desde la azotea”, nos encargó Jesús (Mt.10, 27).En la era de la comunicación global, los tejados y azoteas de nuestras ciudades y aldeas son un bosque de antenas a través de las cuales van y vienen, sin interrupción, mensajes de todo tipo de un extremo a otro del planeta. Ofrecer el evangelio a través de estas vías, sin imponerlo a nadie, no es un atropello, sino un admirable obsequio a la libertad.

Por desgracia, en no pocos de estos medios lo religioso es sistemáticamente silenciado, cuando no deformado. Y, sin embargo, es casi imposible que la Iglesia pueda cumplir eficazmente su misión evangelizadora sin el altavoz de los medios escritos y audiovisuales. Convine no olvidar que sobre los medios de la Iglesia pesa la grave responsabilidad de ser ejemplares.

Los medios de comunicación social cumplen una admirable función social, pero no todo es luminoso en ellos. Desde el tráfico de armas hasta el adiestramiento en el terrorismo o la pornografía más baja pueden circular impunemente por las autopistas informáticas de la comunicación. Y sin llegar a esos extremos, pero bordeando la degradación y la ordinariez, pululan en algunas cadenas televisivas de nuestro país emisiones de notoria indignidad, a las que el buen sentido de la gente les ha dado en denominar, sin rodeos, “televisión basura”. Tales engendros, de escaso o nulo valor artístico, descalifican moralmente a los medios que los difunden, a los profesionales que los producen y a los televidentes que los consumen.

No se trata de ponerse contra la libertad, pero resulta extraño que en una sociedad democrática no existan resortes para depurar unas aguas tan turbias, cuya contaminación afecta a la inocencia de los niños, a la salud moral de los jóvenes y a la ecología humana de nuestro pueblo. Es evidente que el autocontrol de los empresarios, productores y profesionales sería el camino más digno y civilizado, pero es ésta una vía poco prometedora, porque detrás de este fenómeno está, como sabemos, la lucha enconada por la conquista de la audiencia, explotando, si se tercia, los más bajos instintos. Es lo que suele ocurrir “cuando el beneficio comercial se considera el primero y único valor” (Juan Pablo II).

Si la guerra comercial es el origen de esta situaciones, no es menos cierta la primacía que tenemos los consumidores. Es verdad que los grande medios de comunicación pueden acabar configurando la “aldea global” a su imagen y semejanza. Pero no es menos cierto que para ello necesitan el consentimiento de los usuarios. Nuestra responsabilidad es enorme.

Extraña contemplar los escrúpulos con que observamos las fechas de caducidad de los alimentos o medicinas, junto a las enormes tragaderas para el consumo de programas muchos más dañinos que una pasajera indigestión. Los adultos, los padres de familia, todos, estamos obligados a una sana dietética moral y cultural escogiendo el menú de programas más indicados en cada caso.

¿Por qué no nutrir nuestro espíritu con lo que ennoblece y dignifica? ¿Por qué no incrementar la lectura que nos enriquece, elegir las emisiones de calidad, que las hay, o apoyar los programas religiosos? En nuestras manos está el cambiar el panorama, de unos medios que, a medida que se concentran en menos manos, resultan más poderosos.

No quiero terminar estas reflexiones, sin agradecer el magnífico servicio de los buenos profesionales de la información y la comunicación, así como la acogida que prestan al mensaje religioso. Y ¿cómo olvidar, a la hora de los agradecimientos, a quienes colaboran en la realización y difusión de nuestra humilde Hoja Dominical, así como a quienes, preparan, con tesón incansable, los programas religiosos diocesanos en la radio?